El extraño caso del hombre sin manos
Mira, Andrés, a los hombres, ya sentados, ya andando, / tan raros si nos miran seriamente callados, / tan raros si caminan, trabajan o se matan, / tan raros si nos odian, tan raros si perdonan / el daño inevitable,
Se trataba del Señor Fuchs.
En 1997, Austria estuvo conmocionada por el asunto de las cartas bomba, dirigidas a personas de gran calado público por una entidad desconocida. Las cartas en cuestión le costaron la mano izquierda al Dr. Zilk, alcalde de Viena y marido de Dagmar Koller (luego contaré cómo explicaban esto ellos en el documental); también la señora Kissbauer, la sonrisa más sólida de la ORF, recibió una (es una vieja conocida de mis lectores más atentos, porque es la presentadora de la Operación Triunfo austríaca). También tuvo su envío un sacerdote que quedó gravemente mutilado.
Las víctimas mortales más sonadas de las bombas de Fuchs fueron cuatro señores que pasaron a mejor vida como resultado de la explosión de una bomba de tubo (rohrbombe, en alemán) escondida en el soporte de un cartel de contenido racista. Al intentar apartarlo, patabúm.
Fuchs cometió un error y un paquete le explotó en las manos y debido a esto fue detenido y juzgado. Las imágenes reales del juicio mostraban a un individuo absolutamente descompuesto que, sin manos, daba vivas a la facción alemana del pueblo austríaco (es que estos aborígenes dan unos vivas de lo más raros). Un hombre con pinta de perdedor. O sea, el típico inadaptado del pueblo que, poco a poco, en la soledad de una vida vacía, va desarrollando una obsesión.
La del pobre Fuchs –no es que no nos merezcan compasión sus víctimas, pero es que la criatura estaba como una regadera- se centraba en que el gobierno austríaco estaba tomado por extranjeros de ignaros apellidos eslavos (era un amante de la onomástica alemana, este hombre). Fuchs se hacía cruces de que nadie hiciera nada por evitarlo.
Las cartas, pues, estaban dirigidas contra las personas que, en la mente enferma de Fuchs, contribuían a perpetuar este estado de cosas. Arabella Kissbauer, porque ofrecía una imagen positiva de los inmigrantes (ella es de piel más bien oscurita); el sacerdote, porque hacía esfuerzos por la integración (otra vez esa palabra tan de moda) y el doctor Zilk pues porque hablaba bien de los extranjeros.
Hablando de este último y, como decía más arriba, él y Dagmar (qué sería de nosotros sin ella) ofrecieron la nota cómica del asunto.
Contaba Zilk que, cuando recibió el paquete bomba estaba con su amada esposa (en el documental, sentada también a su lado, coqueto pañuelo naranja al cuello para disimular la pérdida de colágeno que afecta a todas las divas de cierta edad). Cuando el artefacto explotó, Zilk, con encomiable sangre fría, llamó a Koller y le dijo que le hiciera un torniquete en el muñón porque si no, iba a desangrarse, y ella, femenina hasta la muerte, tapóse los ojos y dijo:
–Ich kann das nicht, ich kann das nicht! (O sea, no puedo hacerlo, no puedo hacerlo).
A lo cual, el doctor, como en las mejores pelis de guerra, le dijo:
–Du, blöde gurken, macht es! –o similar: traducido quiere decir: tú, pedazo de idiota (pepino tonto), hazlo ya!-.
(Sí, lo sé: a ningún marido español se le ocurriría llamar a su mujer nada con tan poca gracia, pero en fin).
En el documental de ayer se vio como, tras salir del hospital, Zilk dio una rueda de prensa en la que enseñó fotos (que revolvían el estómago, pero que halagaban el gusto austríaco por lo truculento) de lo que había quedado de su mano amputada.
Desde entonces, el doctor lleva unas fundas a juego con sus discretas corbatas. Lo cual no deja de ser un hallazgo para mutilados, si bien se mira. En la rueda de prensa se quitó la que llevaba entonces (gris perla) y mostró a las cámaras la zona cero de su mano izquierda. Qué visión.
Fuchs se suicidó en la cárcel colgándose (nadie sabe cómo, sin manos) del cable de su máquina de afeitar. Y es verdad lo que dice Tonicito: salieron los platós de la ORF y nada ha cambiado desde entonces.
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