Escribo esto después de haberme quitado el traje y la corbata, y después de haber dejado en sus hormas los zapatos buenos, los que uso para las entrevistas. Esos que, si no me pongo tiritas, me desuellan los tobillos. Tras vivir unos años aquí –en concreto, mañana hará tres: otro aniversario- he adquirido la opinión austriaca de que, a según qué sitios, hay que ir vestido de según qué manera. Porque forma parte de la cosa. Y si no, no vayas. Con esto quiero decir que yo soy de la anticuada opinión de que a las recepciones de embajada hay que ir, como mínimo, un poquito arreglado. En hombres con traje o equivalente. Quedan excluidos de este amplísimo “o equivalente” todos aquellos accesorios que permiten hacer deporte con comodidad. No por ningún tipo de prurito clasista –que, a estas alturas, está completamente de más- sino por una simple cuestión de cortesía. Por esa cosa de arreglarse porque los otros también se han tomado el trabajo de ponerse traje y corbata, que es un poco coñazo, aceptémoslo.
Paso a la recepción: se ha desarrollado en los salones de respeto de la embajada española, situada en la Theresianumgasse número 21, bajo la soñolienta mirada de algunas copias –no malas, pero no espectaculares- de retratos de reyes españoles de los últimos siglos. La jocosa majestad de Isabel II, un Alfonso XII retratado en el salón del trono del Palacio de Oriente con mirada joven y romántica, una Maria Cristina enlutada, con la expresión desabrida de las mujeres que tienen todas las puertas del corazón cerradas al placer. Todos han contemplado el ir y venir (más el venir) de unos cuantos cientos de personas que, aunque compartían la misma ansia por el canapé gratis de una tropa de jubilados del IMSERSO, apenas compartían nada más.
En los salones, de bote en bote, pululaba una masa heterogénea de personas. Primer criterio de separación: la edad. Los más mayores éramos los residentes permanentes. La loca juventud eran los Erasmus (respeto la terminología, aunque ya las becas de la Unión no se llamen así). Dentro de los Erasmus también había divisiones. Estaban los normales: chicas particularmente. Se les notaba la normalidad en que no llevaban el complemento indispensable de las pijas: ese cinturón con dijes, abalorios o “falsas moneas” que centellean tanto cuando una mueve las caderas. También se distinguían en que se les veían los ojos: las pijas se ponen unos flequillos –rubios malamente teñidos- que les tapan la vista y las condenan con más seguridad que un burka a tener problemas futuros de visión. En ellos, la cosa también estaba clara: los pijos iban con jersey –marca Fred Perry, en muchos casos-, la camisa por fuera –del jersey y del pantalón, pero a qué aclarar lo que todo el mundo sabe- y también lucían flequillos. Los Erasmus pijos más golfos hacían piña en la ventana del salón amarillo para violar la normativa que prohibe fumar en los lugares públicos. Sacaban la cabeza por la ventana y ya estaba. Cuando la reunión ya llevaba dos horas de funcionamiento, y nivel de alcoholemia había subido, se ha corrido la voz del fumadero y se han formado unas colas dignas de una operación salida de Semana Santa.
La cosa, dentro de que ha sido más bien sosa, ha tenido algo bueno: no hemos hablado (casi) de la crisis. Hoy, la bolsa vienesa ha suspendido su actividad a las doce de la mañana por el batacazo. Bendito sea Dios. Dónde estarán nuestros ahorros.
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