En bolas entre pirañas (y 2)

Un abanico rojo, como el que hace un modesto papel en nuestra historia

17 de Enero.- La segunda hermana era muy diferente. Era una pobre mujer que disponía del mínimo imprescindible de inteligencia para funcionar por este mundo. Adolecía de una enorme dificultad para asimilar informaciones sencillas. Como ejemplo de esto, diré que durante los más de dos meses que trabajé con ella fue incapaz de aprender a colocar los cubiertos y la servilleta de la manera en que nos habían enseñado el primer día de empezar a servir las mesas. En cambio, no estaba entorpecida por ningún tipo de límite ético. Quizá para compensar.
Para ella (y así lo decía a poco que hubiera hablado contigo más de media hora) había estado claro desde siempre que, lo que Dios le había puesto debajo de la falda era un salvoconducto para una vida mejor. En la república caribeña había trabajado en un resort para extranjeros y había envidiado con todas sus fuerzas el lujo en el que, a su parecer, vivían las europeas y las gringas. Allí había conocido al austriaco, mucho mayor que ella, con el que se había casado y tenido dos niños. En el momento en el que yo la conocí, había puesto los ojos en el jefe nuestro e, idos los clientes, vacío el salón, mudas las mesas, nos explicaba las cosas que haría para seducirlo.
El jefe era un chaval recién casado, con dos críos pequeños y, por supuesto, no tenía ni idea de que estaba en el punto de mira de aquella mujer. Su inocencia le salvaba. Pero las conversaciones que se organizaban mientras la fregona iba y venía por el mármol eran aquelarres en el que los motivos más sórdidos salían a la luz.
Parcitipaba en ellos con singular brío una hondureña a la que, los demás, tapábamos en los muchos días que se presentaba a trabajar con olor a flores maceradas y con el maquillaje hecho un mapa. Cuando estaba sobria (lo que en los últimos tiempos no era demasiado frecuente) la hondureña era una trabajadora notable y daba gusto currar con ella limpiando las mesas, porque era rápida, organizada y eficiente; unas cualidades inapreciables cuando, como era nuestro caso, tienes que atender a doscientas personas entre tres (uno de los cuales, además, tenía que reponer un buffet que tendría seis o siete metros de largo). Además, y sobre todo teniendo en cuenta el percal que teníamos allí, tenía una ventaja sobre todos nosotros: al haber llegado a Austria de bien pequeña, hablaba alemán prácticamente sin acento. No le servía de mucho con el jefe (que, sospecho, chapurreaba sólo cuatro rudimentos) ni con la Hausdame (de la que hablaré más adelante); hablaba alemán la hondureña, ya digo, pero sólo lo utilizaba cuando tenía que hablar con algún cliente, siempre haciendo mohínes y melindres, o con la srilankesa, para que los demás no pudiéramos entenderlas.
La Hausdame (o ama de llaves del hotel) era también sudamericana. Si no recuerdo mal, puertorriqueña. Y la verdad es que era un gusto trabajar con ella: una mujer, como digo, educadísima, producto de una educación esmerada y pulcra de la que, sin embargo, no alardeaba nunca. Hablaba francés con un acento digno del barrio más alto de París, inglés y, por supuesto, un alemán en el que las eses eran más tropicales que las de Goethe, sospecho. Tenía cincuenta años que aparentaban ser diez menos y, cuando las del servicio de desayuno le contaban los chismes más escabrosos, ella sonreía y callaba prudentemente. A solas, la Hausdame (qué pena no recordar ahora su nombre) y yo, hablábamos a veces. Yo, escudándome en los silencios que, entonces, eran imprescindibles (y visto lo visto, una cuestión de supervivencia elemental), y ella entendiendo por mis medias palabras todo lo que yo quería decirle.
Cuando me fui del hotel me di un gusto. El sueño de aquella mujer era tener un abanico para los tórridos días del verano vienés. Así que, cuando supe que iba a dejar el trabajo, pedí que me mandaran de España un abanico bueno, de madera, con las varillas pintadas de escarlata, que era el color favorito de esta señora. Quise así agradecerle todo lo que, sin saberlo, había hecho por mí. Porque, en aquel entorno de “gente descomunal” como hubiera dicho Cervantes, aquella mujer representaba la normalidad, la inteligencia, un cierto sentido de la gracia y de la elegancia.
He contado todo esto no por el placer de la maledicencia, sino para que se vea que, empezar en un país, sin contactos, sin saber el idioma, es muy duro. Mi caso, por supuesto, ni es el único ni es el peor. Todos mis amigos empezaron por cosas parecidas y, en conjunto, yo puedo decir que he tenido suerte. Por otra parte, lavar platos y servir a los demás no es ningún motivo de vergüenza. Mis padres han trabajado con sus manos toda su vida, y su trabajo pagó la educación de mi hermano y la mía que es lo único que no nos podrán quitar nunca, cosa de la que los dos estamos muy orgullosos. Puedes estar haciendo un trabajo que esté por debajo de aquello a lo que podrías aspirar, pero sólo la gente preparada puede agarrar por los pelos a la ocasión cuando se presenta.

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Comentarios

4 respuestas a «En bolas entre pirañas (y 2)»

  1. Avatar de JOAKO

    describes con v “Vurro”

  2. Avatar de JOAKO

    Creo que ha llegado el momento de preguntarte porque te fuiste a Austria, puedes no responder, pero es una curiosidad que se acrecienta con este relato, en el cual descrives lo que deben estar también pasando los inmigrantes varios, aquí, en España, el pasar por esto seguro que enriquece, pero para un ciudadano de la UE no es “imprescindible”. Un saludo

  3. Avatar de Paco Bernal

    Hola!la verdad es que, ciertamente, pasar por determinadas cosas, enriquece (o cuece, depende del momento). En Austria, de cualquier manera, la mentalidad es distinta, y los chavales, como se emancipan antes (a los dieciocho o los veinte) se ganan sus pelas de camareros, pizzeros, o McDonalderos mucho más que en España (ahora que me fijo, se trabajan el ramo de la comida basura, jo :-). En cuanto a por qué vine, yo creo que leyendo el blog está bastante claro, no? Como decía Humphrey Bogart en Casablanca, “a tomar las aguas”.Cuidate mucho, compañero. Un abrazo.(Por cierto, el otro día casi se me escapó a mí una h de estas que te hacen pensar si no te estará acometiendo el Alzheimer).

  4. Avatar de Marona

    Es verdad que todos los principios son duros, pero creo que de todo se puede aprender y puede ser enriquecedor. Tú no sabes la de vocabulario que aprendí de cocina entre pelar los ajos y las patatas… 🙂 ¡y lo que nos reíamos! Y, claro, a una cocinillas como yo enseguida la calaron y me dejaban decorar los platos, preparar el tiramisú… y, lo más importante ¡catarlo! :D:D:DNaturalmente, en cuanto encontré otro curro, dejé el de la cocina, pero cuando miro a esa etapa, la veo chunga pero con cariño… nosesimesplico 🙂 ¡Un abrazo!

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