Para ella (y así lo decía a poco que hubiera hablado contigo más de media hora) había estado claro desde siempre que, lo que Dios le había puesto debajo de la falda era un salvoconducto para una vida mejor. En la república caribeña había trabajado en un resort para extranjeros y había envidiado con todas sus fuerzas el lujo en el que, a su parecer, vivían las europeas y las gringas. Allí había conocido al austriaco, mucho mayor que ella, con el que se había casado y tenido dos niños. En el momento en el que yo la conocí, había puesto los ojos en el jefe nuestro e, idos los clientes, vacío el salón, mudas las mesas, nos explicaba las cosas que haría para seducirlo.
El jefe era un chaval recién casado, con dos críos pequeños y, por supuesto, no tenía ni idea de que estaba en el punto de mira de aquella mujer. Su inocencia le salvaba. Pero las conversaciones que se organizaban mientras la fregona iba y venía por el mármol eran aquelarres en el que los motivos más sórdidos salían a la luz.
Parcitipaba en ellos con singular brío una hondureña a la que, los demás, tapábamos en los muchos días que se presentaba a trabajar con olor a flores maceradas y con el maquillaje hecho un mapa. Cuando estaba sobria (lo que en los últimos tiempos no era demasiado frecuente) la hondureña era una trabajadora notable y daba gusto currar con ella limpiando las mesas, porque era rápida, organizada y eficiente; unas cualidades inapreciables cuando, como era nuestro caso, tienes que atender a doscientas personas entre tres (uno de los cuales, además, tenía que reponer un buffet que tendría seis o siete metros de largo). Además, y sobre todo teniendo en cuenta el percal que teníamos allí, tenía una ventaja sobre todos nosotros: al haber llegado a Austria de bien pequeña, hablaba alemán prácticamente sin acento. No le servía de mucho con el jefe (que, sospecho, chapurreaba sólo cuatro rudimentos) ni con la Hausdame (de la que hablaré más adelante); hablaba alemán la hondureña, ya digo, pero sólo lo utilizaba cuando tenía que hablar con algún cliente, siempre haciendo mohínes y melindres, o con la srilankesa, para que los demás no pudiéramos entenderlas.
La Hausdame (o ama de llaves del hotel) era también sudamericana. Si no recuerdo mal, puertorriqueña. Y la verdad es que era un gusto trabajar con ella: una mujer, como digo, educadísima, producto de una educación esmerada y pulcra de la que, sin embargo, no alardeaba nunca. Hablaba francés con un acento digno del barrio más alto de París, inglés y, por supuesto, un alemán en el que las eses eran más tropicales que las de Goethe, sospecho. Tenía cincuenta años que aparentaban ser diez menos y, cuando las del servicio de desayuno le contaban los chismes más escabrosos, ella sonreía y callaba prudentemente. A solas, la Hausdame (qué pena no recordar ahora su nombre) y yo, hablábamos a veces. Yo, escudándome en los silencios que, entonces, eran imprescindibles (y visto lo visto, una cuestión de supervivencia elemental), y ella entendiendo por mis medias palabras todo lo que yo quería decirle.
Cuando me fui del hotel me di un gusto. El sueño de aquella mujer era tener un abanico para los tórridos días del verano vienés. Así que, cuando supe que iba a dejar el trabajo, pedí que me mandaran de España un abanico bueno, de madera, con las varillas pintadas de escarlata, que era el color favorito de esta señora. Quise así agradecerle todo lo que, sin saberlo, había hecho por mí. Porque, en aquel entorno de “gente descomunal” como hubiera dicho Cervantes, aquella mujer representaba la normalidad, la inteligencia, un cierto sentido de la gracia y de la elegancia.
He contado todo esto no por el placer de la maledicencia, sino para que se vea que, empezar en un país, sin contactos, sin saber el idioma, es muy duro. Mi caso, por supuesto, ni es el único ni es el peor. Todos mis amigos empezaron por cosas parecidas y, en conjunto, yo puedo decir que he tenido suerte. Por otra parte, lavar platos y servir a los demás no es ningún motivo de vergüenza. Mis padres han trabajado con sus manos toda su vida, y su trabajo pagó la educación de mi hermano y la mía que es lo único que no nos podrán quitar nunca, cosa de la que los dos estamos muy orgullosos. Puedes estar haciendo un trabajo que esté por debajo de aquello a lo que podrías aspirar, pero sólo la gente preparada puede agarrar por los pelos a la ocasión cuando se presenta.
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