En aquel momento, era sólo una actriz jovencita, de las de muslo y pechuga. Una de tantas que el cine español alumbra con relativa regularidad. En casa, sin embargo, era simplemente “la hija del Camilo”. Cuentan las Crónicas de La Mancha y Cide Hamete Benengeli que el padre de Penélope había trabajado en la misma fábrica en la que curraba el mío, y que tenía una voz portentosa con la que se complacía en hacer imitaciones del Sesto más famoso.
El barrio de Penélope sigue siendo en casa ayuda de indicaciones para perdidos, de la forma “¿Dónde esta eso? En Las Viñas, por donde vivía la Penélope Cruz” y mi abuela superviviente, después de décadas, sigue pensando que el nombre de la pobre chica es sólo una broma grotesca de unos padres que quisieron sellar para siempre el destino de su hija llamándola “Pene López” (porno, pero a la vez racial).
Pero la tenacidad de esta chica y sus ansias de aprender están dibujando una carrera que, si Dios quiere, la llevará donde pocas han estado antes. Ya era una actriz hecha y derecha en “La niña de tus ojos”, peli en la que, de vez en cuando, se le escapaba el acento extremeño de sus ancestros; o en su brevísimo papel en “Carne Trémula” o en “Volver”, en donde Penélope, mi exvecina y paisana, estaba como quizá no vuelva a estar.
En persona sólo la he visto una vez, pero tengo la sensación de que Penélope es algo mío, como de mi familia, un trozo lejano y flotante de mi infancia.
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