Una de ellas es el papel que los padres desempeñan en la vida de los hijos españoles. O mejor: como la pervivencia de las antiguas relaciones familiares hace que España, a pesar de la que está cayendo, siga funcionando todos los días. Gracias a que los padres españoles son como son y trabajan de gratis, nuestros compatriotas no han asaltado las oficinas bancarias armados con horcas y teas ardientes dispuestos a poner fuego “do más pecado hay”.
Verás, sobrina: aunque es difícil generalizar, es bastante frecuente que cuando los hijos españoles empiezan a hacerse adultos (más o menos a la altura de sus primeras experiencias con el alcohol de garrafón) a los padres españoles les entra el miedo de perderlos. Suelen relajarse entonces las formas de la convivencia. Los padres españoles parecen pensar: “Déjalos que disfruten ahora, pobrecitos: ya les tocará pasarlo mal en el futuro”. Los hijos se convierten así en los príncipes de la casa (particularmente si son chicos) y se crea una dinámica según la cual los padres están obligados a darlo todo y los hijos a chupar del bote todo lo que se pueda, a cuenta de un hipotético sufrimiento futuro al que los príncipes, como todo el mundo sabe, no tienen derecho.
Todos conocemos la continuación de la historia. A los príncipes se les queda pequeña la ropa pero no pueden independizarse por los sueldos míseros y los precios altos. Malviven como reyes en habitaciones pensadas para estudiantes adolescentes. Comen hasta los treinta y tantos las croquetas caseras de mamá (yo he sido así también de alguna forma, esto no es una hipócrita soflama contra el pecado ajeno). Luego, el chico encuentra chica; la chica encuentra marido/compañero o amante bandido; y, en la mayoría de los casos (y aquí viene lo perverso) la situación se prolonga aunque los actores vivan ya en domicilios diferentes. Los padres se hacen cargo de obligaciones que solo corresponden a los hijos y acometen tareas ingratas por las que, en otra situación, cobrarían.
Tu abuela me cuenta situaciones que me indignan, no por la permisividad de los padres (que es que hay padres que son del género tonto) sino por el morro y la desvergüenza que los hijos le echan a la cosa. En España, muchas veces confundimos la solidaridad familiar con el parasitismo y nos sobra cuajo para hacerle y decirle a nuestros padres cosas que ni le haríamos ni le diríamos a nuestros amigos ni hartos de anís del mono.
Aunque quizá, sobrina, lo que más me duela de estas historias para no dormir es que yo aprecio más lo que me es más escaso: a ti, a tus padres, a los míos, sólo los tengo a la distancia fría de la webcam o del teléfono. Lo que daría yo, puedes imaginártelo, por poder renegar de que tengo a mis padres todo el santo día en casa.
En fin…Besos de tu tío.
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