Anoche, al poner en hora el reloj mirando uno del Naschmarkt me acordé instantáneamente de mi abuela y supe que, al otro lado de Europa, al sur, mi madre, mi padre y mi hermano, al hacer el gesto de adelantar las manecillas una hora sonrieron también.
Mi abuela era muy diferente a las ancianas austriacas, que están pedaleando por esos mundos hasta que la novena década de vida las retira de los carriles bici. Nunca fue una mujer valiente y, a una edad en la que otros abuelos siguen poniéndose de choped del IMSERSO en Benidorm o Lopagán, mi abuela decidió que no saldría más a la calle.
–Tres nueras y varios nietos tengo para que me hagan los recados–dijo.
En invierno, hacía las cuatro cosas de su casa (que incluían un puchero de café) y se sentaba con la radio a ver cómo la lluvia resbalaba por las hojas de las macetas del patio. Escuchaba siempre la COPE porque le parecía que era “la única que decía la verdad” (o sea, porque ponía verde al Gobierno que, como todo el mundo sabe, es el pasatiempo principal de los viejos). De todas formas y, por contradicciones que le permitía su extrema ancianidad, a mi abuela “le gustaba mucho” oir a Julio Anguita. Y es que, señores, para mi abuela lo cortés no quitaba lo cabal.
En verano, y como mi calle tená poco tráfico, se sacaba una silla de anea a la calle para espiar las idas y venidas de los chiquillos y “tomar la fresca”. La silla estaba pintada de color café con leche y tenías las patas serradas para que mi abuela, que era una mujer pequeñita, pudiera poner los pies en el suelo.
Si el calor apretaba (como suele suceder en Madrid) mandaba a mi hermano al comercio de la Pili a por un polo o un flash, siempre de limón, con el que se refrescaba las desnudas encías (mi abuela siempre se horrorizó de que alguien pudiera usar dentaduras postizas, porque no le quedaba clara la procedencia de los piños). Al principio, mi abuela era parte de un corrillo de vecinas y también había muchos chicos que jugaban al fútbol o al rescate. Pero conforme los veranos fueron pasando, las vecinas fueron dejando de sacar sus sillas al fresco y los imitadores de Hugo Sánchez volaron en busca de botellones más propicio.
La vida de mi abuela se fue despoblando, despacio despacio, y su voz, que había sido tan vibrante que podíamos oirla a manzanas de distancia, se fue apagando poco a poco debido a un edema pulmonar.
Lo que no cambió nunca fue que, cuando cambiaban la hora y llegaba la de comer, siempre preguntaba:
-¿Qué hora es?
-Las tres.
-Ya: las tres que son las dos.
Y sonreía satisfecha de haber descubierto la mentira del reloj.
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