Yo mismo, cuando era un bebé, estuve a punto de morir atragantado. Me salvó la suerte, supongo, ayudada por los vigorosos brazos de tu abuelo, que me mantearon hasta que el trozo de comida que me había cerrado la glotis salió disparado al aire como un corcho de champán.
Tú también estuviste a punto de no venir al mundo muchísimo tiempo antes de que fueras ni siquiera un proyecto. Fue una noche de 1982 que ha pasado a la historia por otros motivos. Mientras Felipe González y Alfonso Guerra saludaban a la multitud jubilosa de sus seguidores congregada en la Carrera de San Jerónimo, tus abuelos corrían, con tu padre en brazos, camino del hospital más próximo. El niño, estremecido por las fiebres que le provocó una neumonía vírica, se debatió durante los días siguientes entre la vida y la muerte.
Tu tío, entonces un niño también, esperó el desenlace de los acontecimientos (que fue feliz, gracias a Dios) muy lejos de “el centro de la noticia”, en casa de unos parientes. Para mí fue terrible. Me sentí aislado en territorio enemigo (no lo era, pero yo lo percibía así). No tenía ni idea de si la situación se prolongaría mucho o, incluso, si sería definitiva. Todas las historias de huérfanos de los cuentos me pasaron por la cabeza. Mi natural propensión a la truculencia y al drama no hizo más que agudizar mis sufrimientos.
No volví a ver a tus abuelos hasta que hubo transcurrido una semana de esta angustiosa situación. Fue tu abuelo el que, ojeroso, derrotado, vino a verme durante apenas un cuarto de hora, sacando tiempo de la angustiosa espera entre dos visitas médicas. Conociendo a mis padres como les conozco y con la perspectiva que me da tener la edad que ellos tenían entonces, debo suponer que aquella semana había sido infernal para ellos. Eran una pareja joven con un niño pequeño que se debatía, por causas desconocidas, entre la vida y la muerte.
Recuerdo aquellas navidades como las más tristes de mi vida y, probablemente, como el firme cimiento del odio que profeso, desde entonces, a esas entrañables fiestas.
Tras la primera crisis, tu padre se convirtió en un campo de batalla de enfermedades que los médicos no sabían diagnosticar. Las estancias en hospitales se prolongaban sin que nadie supiera bien cual era la causa misteriosa de que mi hermano pasara por crisis que le dejaban exhausto. Las reclusiones incluyeron alguna con aislamiento total e una unidad para enfermos infecciosos. De nuestra casa desaparecieron las alfombras y las cortinas. El aire se empapó de una honda melancolía.
Me consta que, para tu padre, un niño sensible y cariñoso, aquel ir y venir por manos extrañas; aquel pedirle tranquilidad para luego introducirle sondas y tubos fue muy traumático. He visto casos parecidos durante el tiempo que trabajé en un hospital. Niños que sentían pavor a que los tocasen.
En el fragor de la batalla, supongo sin embargo que nadie se dio cuenta de que en aquella familia había otro niño muerto de miedo: yo. Desde entonces siendo un hondo respeto por los terrores que pueden vivir en el frágil corazón de un niño. No consiento que, delante de mí, ningún adulto se ría de ningún miedo infantil. Procuro calmarlos explicándole al niño, en un lenguaje que él pueda entender, qué pasa, por qué pasa y qué puede hacer. He tenido que sufrir a muchos adultos que se han reido de mí cuando era pequeño. Creo que es por la única cosa que puedo guardarle rencor a alguien: los niños, Ainara, no tienen la defensa de saber que son cañas lo que ellos toman por lanzas.
En cualquier caso, esta enfermedad de tu padre tuvo algo bueno: en una estantería, envuelto aún en el plástico de la tienda, cubierto de polvo, descubrí Corazón de Edmundo de Amicis. Un libro bellísimo que me ha acompañado fielmente desde entonces.
Besos de tu tío.
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