Yo, vencía la repulsión que me da el agua congelada, nadaba un poco (con cuidado de no meter mucho la cabeza debajo del agua no fuera que, con el cloro, se me pusiera el pelo rubio platino) y luego, tiritando y con los labios morados, volvía a salir –o sea: para mirar el reloj y ver cuánto tiempo quedaba aún de aquella forma tan idiota de perder el tiempo-.
Mis amigos, en cambio, parecían estar en su elemento y no hacían más que inventar formas sofisticadas de tirarse al agua, o de tirar al agua a otros.
A las dos o las tres llegaba la hora de comer. Era el momento de coger las viandas que llevábamos en la mochila y saltar el murete bajo que hacía de frontera del cesped (algo así como abandonar el país de Oz para darse de morros con el desierto de Kansas). Avanzabas entonces por el secarral ardiente hasta unos sombrajos cubiertos de cañizo que recibían el pomposo nombre de merendero. Allí se sentaba uno a comerse el bocata y a pelear con las avispas, después de pagar una fortuna por una lata de coca-cola fría. Digo una fortuna porque, dados nuestros ingresos, pagar ciento veinticinco pelas por una lata era como si ahora nos cobraran sesenta euros.
Aquel era el mejor momento del día, porque conllevaba la realización de algunas actividades presumibles en indivíduos de la especie Homo Sapiens Sapiens. O sea, que no sólo utilizábamos el pulgar abatible que constituye uno de nuestros mayores éxitos evolutivos para empuñar los bocatas de tortilla, sino que también ejercitábamos la capacidad lingüística, aunque fuera para cometidos algo primitivos como el de juzgar la faceta más carnal (¿Debería decir cárnica?) de los objetos de deseo en edad de merecer que teníamos a la vista. Teníamos dieciseis, no dábamos pa´más.
Recuerdo que teníamos un amigo (mi hermano lo ha mencionado en el comentario de la anterior entrada) al que llamábamos el National Geographic porque comía con la boca abierta (“Así lo ves tú; así te lo enseña National Geographic”); le pirraban los plátanos maduros (casi negros) que, a los demás, la verdad, nos daban un poco de cosa. Él se los comía (con la boca abierta) al tiempo que los estrujaba con las manazas hasta convertirlos en una masa pringosa (qué tiempos, qué alegre promiscuidad en la que todo, hasta esto, nos daba igual).
Luego, venía la digestion (más evaluación de objetos sexuales, partidas de cartas, choteitos varios, fútbol, quinielas y otros pasatiempos de jubilado) y por último, una repetición de la rutina matinal, con el punto a favor de que, debido al abrasador calor matritense y a los regalos líquidos de algunos infantes de vejiga incontinente, el agua estaba a una temperatura un poco más civilizada.
Mis amigos apuraban hasta el último minuto antes de emprender, mohínos, el para mí gozoso camino de los vestuarios (ese reino que, según las madres, sólo había que pisar calzado porque era el paraíso de los hongos contagiosos). A veces, sin embargo, sucedía que a las cinco de la tarde estallaba una benéfica tormenta que obligaba a las marujas a reproducir escenas del diluvio universal. Orondas walkirias en bañador enterizo floreado corrían entonces hacia los techados con un crío bajo un sobaco y la nevera, la sombrilla y las toallas sujetas como podían con otras partes de su cuerpo. Mis amigos abominaban de los negrores del firmamento y yo me sentía un traidor porque, en el fondo de mi alma, me alegraba de que los ventarrones amenazaran con llevarse los cañizos del merendero y los rayos con herir las copas de los santos chopos.
Es curioso, pero aquella sensación refrescante de la tormenta es lo que mejor recuerdo de aquellos días. Eso, y cierta extraña fijación con Marta Sánchez (*). Misterios de la memoria.
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