Es un indivíduo adulto, sano en principio, simpático, con un expediente académico de los que hacen suponer un coeficiente intelectual alto. En resumen, un hombre normal tirando a muy inteligente que hablaba de su recién descubierta debilidad con cierta sorpresa. Como diciendo ¡Mein Gott! ¿Cómo me puede pasar esto a mí?
Inmediatamente, los españoles presentes le informamos de que el programa de cincuenta minutos que era la causa de su perplejidad era el pan nuestro de cada día en la tele española. Y él no salía de su pasmo. Y hubiera salido todavía menos si se hubiera enterado –yo lo ignoraba entonces- de que el vicepresidente del Gobierno (Sr. D. José Blanco) había acudido precisamente a uno de esos programas a departir sobre las medidas de económicas que el Ejecutivo español aplica de forma oficial desde ayer , al objeto de devolverle cierta vitalidad a las marchitas cuentas públicas de Celtiberia.
Estos días me daba a mí por imaginar qué pasaría si Herr Joseph Proll, vicepresidente del Gobierno Austriaco y Ministro de Economía, acudiese a Die Lugners (un poner) a explicarle a la audiencia las medidas de ahorro que el Gabinete había decidido implementar para erradicar de una vez por todas el déficit público.
Por supuesto, aquí una situación así sería imposible. El shock dejaría patidifusa a esa parte del electorado que aún pone su título delante de su nombre en las tarjetas de visita. Pero, en España, algo así entra cada vez más en la lógica de la política entendida como una de las bellas artes de la mercadotecnia (a ese estilo tan caro, por ejemplo, a mandatarios sudamericanos del ala desenvuelta).
Antiguamente, cuando el Presidente del Gobierno o cualquier otro funcionario del Estado quería dirigirse a la nación por televisión, lo hacía a) emitiendo un aburrido mensaje que leía frente a una cámara en plano fijo con fondo de despacho neobarroco o b) –sistema perfeccionado por el presidente Aznar- encontraba a un periodista suficientemente complaciente que le hiciera una entrevista pactada para que pudiera lucirse.
En todo caso, utilizaba bien su despacho oficial o bien un plató de la televisión pública.
Esos tiempos han hecho chimpún por la lógica que impera en la televisión española en donde los programas que de verdad llegan al ciudadano son los de vísceras, hígados e información ginecológica (y andrológica). Garantizan un tratamiento de la información lo bastante superficial, por no hablar de que quedan perfectamente combinados con elementos del cotilleo que convierten el tema más árido en algo más ligero que la piedra pómez y son capaces de poner algo de emoción en los plúmbeos balances estatales. La política queda así absolutamente despojada de cualquier elemento que apele a la inteligencia del votante y se convierte en un producto más, como el jabón Lagarto o la pomada Hemoal, que provoca el mismo benéfico efecto que si las hemorroides encogieran.
En Austria, los políticos siguen acudiendo al informativo de la noche y se siguen sometiendo al interrogatorio incisivo de unos presentadores a los que la audiencia supone portavoces de inquietudes razonadas. Unos presentadores que no dejan que el político se vaya por las ramas y que se encargan de ponerle de bruces contra el hormigón de la realidad en cuanto empieza a hablar en ese lenguaje ambíguo, lleno de lavajes, que es el arma de los que quieren salir vivos de un atolladero dialéctico.
Dicho esto, ¿Un político práctico, preocupado por la información de sus votantes, debería seguir el antiguo sistema que le garantiza el zapping o echarse al monte minifaldero en donde le esperan la Pantoja, Cachuli y Andreíta con su pollo?
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