Trabajos de actor perdidos

(Publicado originalmente el 16 de Octubre de 2009)




El corto del que ayer hablaba nunca se montó ni se distribuyó, con lo cual el mundo (y la munda) se perdieron mi indudable talento interpretativo. Aún sigo sin saber qué pintaba yo en aquella historia (aparte de hacer el protagonista con bastante desparpajo) pero la verdad es que sólo por las cosas que me sucedieron antes y durante aquel accidentado rodaje, mereció la pena.

El corto tenía tres personajes. El mío, un señor que vivía esclavizado en una granja de cerdos (misteriosamente, esta característica hacía que el director de aquello se partiese la caja) y luego un malo que terminaba matándome (a mi personaje, vaya). El señor que vivía esclavizado lo interpretó uno de nuestros actores secundarios más respetado (no diré su nombre y el lector no tardará en saber por qué). Se imponía, en cambio, convocar un casting para seleccionar un malo que diese a la historia el tono de thriller rural que el director/guionista/productor consideraba impajaritable para contar su historia. “Como tú entiendes de estas cosas de actores y eso” (eso me dijo nuestro Orson Welles) me vi en la tesitura de ver intérpretes para que me diesen la réplica. Jamás he asistido a una experiencia tan dolorosa. Se presentaron, creo recordar, una decena de personas. La mayoría ancianos actores en paro arrastrando toda una vida de fracasos y tablados secundarios. Luego, un tipo con pinta de opositor al cuerpo de bomberos (lo hizo muy bien pero era demasiado guapo para el personaje) y finalmente, el elegido, un señor de voz cavernosa y los ojos empañados en lágrimas de todos los enfermos pulmonares. Nuestro hombre, doblador de profesión, se ganaba la vida haciendo Rosas del Azafrán y Verbenas de la Paloma por esas fiestas patronales de España, a cambio de un caché que no iba más allá de un bocadillo de chistorra y una cama de hotel o pensión. Llevaba siempre una bolsa de deporte con él en la que, como luego supe, acarreaba la botella de oxígeno que le salvaba de ponerse azul con cierta periodicidad.

Tras esta experiencia que me puso el cuerpo malo (no es fácil decirle a una serie de abuelos en actitud servil “tu interpretación nos ha parecido muy interesante, ya te llamaremos”) recibí una llamada de Orson en la que me anunciaba el primer encuentro entre dos futuros titanes de la industria del cinema: el Ilustre Secundario (en adelante IS) y este servidor de todos sus lectores. Se programó la cosa un sábado por la mañana (no se me olvidará) en uno de los lugares más surrealistas en los que yo haya estado nunca: un restaurante chino que estaba en una calle lateral (sin tráfico) que daba a la Plaza de Castilla.

IS nos recibió con la cara de pescado crudo que le era habitual y, como descubrí más tarde, milagrosamente sobrio (sobre todo a aquellas horas). Llevaba puesto un abrigo largo de color azul marino y se dirigió a nosotros en un tono a medio camino entre la esquizofrenia y la cólera (supe más tarde también que era bastante duro de oido). Una china fregoteaba el mostrador mientras se desarrollaba nuestra conversación en el transcurso de la cual, IS se metió entre pecho y espalda un par de carajillos de coñac que tuvieron la virtud de tranquilizarle y de darle a su mirada una textura aproximadamente humana.

Orson habló por los codos (era un tipo autenticamente plasta) e IS le escuchó con cierta atención. No le importaba de qué iba el corto (debe de tener el culo pelao de hacer cortos) sino sus emolumentos y los días en que iba a estar currando. Satisfechas estas dos curiosidades, se quedó dormido. Orson y yo nos miramos, la china continuó fregoteando con impasibilidad oriental y el cineasta y yo decidimos que era hora de irse. Cosa que hicimos, claro, casi de puntillas.

Durante el rodaje, IS demostró ser el típico caso de enfermo mental perfectamente integrado en la sociedad. Mientras no estaba rodando (milagrosamente daba a sus frases una credibilidad que estaba a años luz de mis tímidos intentos intepretativos) mientras no estaba rodando, decía, IS dormía (la mona de la noche anterior) tumbado en el asiento de atrás del coche de producción; lo hacía de una forma que daba susto: boca arriba y con los brazos cruzados sobre el pecho, la nariz aguileña aleteando pausadamente como único testimonio de que el tipo seguía con vida.

Nuestra escena cumbre en el escasometraje (no llegaba ni a corto) exigía que yo le abrazase como si hubiera visto a mi señor padre –el cual nunca llegó a saber estas cosas porque me hubiera corrido a gorrazos-. Confieso que tuve que hacer muchos esfuerzos para conseguir que, creyéndomelo yo, se lo creyeran los hipotéticos espectadores. Lástima de esfuerzos inútiles.


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