Crímenes del corazón (1): la vida secreta de las palabras

Distinguido público
Regreso al glamour (Archivo Viena Directo)

27 de Enero.-  Mi primer recuerdo relacionado con el tema que tratan estos artículos se relaciona con un apellido: el del periodista Jose María Amilibia.

 

Al señor Amilibia nadie le llamaba por su nombre de pila y a mí, cuando era un niño de tres o cuatro años, “Amilibia” me parecía un nombre de lo más inadecuado para un señor de respetable corbata. Era un poco lo que a mi abuela María le pasaba cada vez que le mentaban a Marichalar, que no podía concebir que un caballero casado con una infanta de España se llamase “Mari Chalá” como ella lo pronunciaba. O lo que le sucede a mi abuela A., que vive convencida de que Penélope Cruz se llama en realidad Pene López Cruz.
A mí, el nombre del periodista Amilibia, de niño, me chocaba por dos cosas: primero, porque terminaba en a. Los nombres en a eran propios de gente de género femenino y no me entraba en la cabeza que un chico se quisiera llamar como una chica. En segundo lugar, me parecía que era un nombre compuesto de tres palabras cuyo significado conjunto era de lo más enigmático y cosquilleante (en aquel momento, claro, yo no sabía escribir). Las tres palabras eran la preposición A, el pronombre mi, y una extraña palabra: Libia. ¿Qué significaba aquel nombre “A mi Libia”?
No es que a mí me pareciera que los nombres tuvieran siempre que significar algo. No significaban nada Isabel o Isabelita (sinónimos de “mamá” que utilizaba un amplio grupo de personas mayores) o no significaba nada “Romina y Albano” el nombre de dos personas que cantaban canciones que mi madre consideraba que no eran aptas para niños. “Olivia Newton-John” tampoco significaba nada pero su sonoridad (Olivianiutonyón) era la caña si uno decía el nombre rápido y sin dejar pausas. Cada vez era como un viaje en tobogán.  Pero sin duda, la respuesta al enigma de por qué aquel hombre que salía en la televisión había decidido llamarse de una manera tan rara tenía que estar en el significado de su nombre.
Amilibia, o sea, Don José María, presentaba en Televisión Española el programa Bla, Bla, Blá.
Bienvenidos pues a la prehistoria, qué digo, al Cámbrico superior del periodismo del corazón patrio. Cuando los dinosaurios dominaban la tierra.
A mí, el Blablablá no me gustaba (era demasiado joven para entenderlo) pero su sintonía, compuesta por Manuel Santiesteban, sí que me parecía lo más de lo más (en este caso, mi memoria está ayudada porque Alex de la Iglesia, que debe de tener una edad parecida a la mía, la introdujo en la banda sonora de la película “Muertos de Risa”). Don Jose María , que no sé si vivirá aún, estaba casado con la periodista Kety Kaufman. Una señora argentina de aspecto algo tropical que, a pesar de su provecta edad, sigue en activo por los platós de su patria adoptiva, informando u opinando siempre de la manera inofensiva de quien ha conocido otros tiempos de más decoro y trata de adaptarse, sin conseguirlo mucho, a las desvergüenzas actuales.
Aquel programa era el reflejo de la sociedad de la época y proyectaba los valores de aquella España en la que convivían con innegables tensiones el erotismo lenguaraz de Susana  Estrada, el atractivo piernilargo y circense de Barbara Rey, el falsete desmelenado de Los Pecos y la mantilla de Juanita Reina.

(En realidad, y entre nosotros, esta última frase es una provocación: no me extrañaría nada que, de pronto, empezaran a salir defensores de Los Pecos hasta de debajo de las piedras).

Comentarios

Una respuesta a «Crímenes del corazón (1): la vida secreta de las palabras»

  1. Avatar de emejota

    Existe material más antiguo por la red, todo es muy relativo. Me recuerdas a mis hijos que tambien se sienten tan mayores. ¡Que vida! Esto me resuena. Un fuerte abrazo.

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