La masa

Coro cantando el Himno a la alegría
Archivo VD

 

15 de Junio.- Querida Ainara: el miércoles pasado, delante de unos vinos, uno de mis alumnos trajo a colación una historia. Hace dos semanas se disputó en el Estadio de Viena un partido de máxima rivalidad: la selección austriaca jugó contra la selección alemana. En este país de fútbol modesto, un encuentro semejante levanta una expectación comparable a cualquiera de los derbys a cara de perro con que nos obsequian el Madrid o el FC Barcelona.

Mi alumno, que fue al estadio, explicó que, durante los previos, al sonar el himno nacional austriaco y ver tremolar las banderas rojiblancas, durante un momento, sintió un clic en el cerebro y, de pronto, tuvo un miedo inexplicable, comparable al que está sentado en el pretil de un edificio muy alto con los pies colgando.

Se dio cuenta de que había dejado de ser él para convertirse en un átomo más de esa masa de personas vociferantes que hacía la ola. Y advirtió, de manera patente, el potencial malvado de aquel sentimiento de euforia.

La disolución del yo en una colectividad es una de las situaciones que más emborracha y forma uno de los vectores más poderosos de la conducta de la especie humana. El ser-masa pierde la personalidad, pierde la cara, pierde la vergüenza, pierde la culpabilidad; se siente desatado de los escrúpulos morales, de la conciencia. Es sólo una voz que grita, que berrea, que dispara. Una fuerza de la naturaleza. Libre en la peor acepción de la libertad.

Como, por suerte o por desgracia, fui un niño bastante diferente de mis contemporáneos, creo que quedé marcado por una dificultad manifiesta de alcanzar ese tipo de fusión con la masa que distingue a los buenos aficionados al fútbol, a los seguidores de un cantante (o cantanta) o a los partidarios de las ideas de un grupo político cualquiera. Me cuesta dejar de ser yo mismo, siempre observo y muy pocas veces me dejo llevar.

Por lo mismo, no creo en ese axioma que sostiene que determinadas peculiaridades que me distinguen tengan, a la fuerza, que encuadrarme dentro de una ideología determinada, y me parece que es misión de cualquier ser humano que se respete, elaborar sus propios principios, ser consecuente con ellos, vivir en la duda y en la sospecha constante de la propia equivocación.

Temo como a un nublado esa ortodoxia acrítica que la masa establece para poder permanecer unida; ese acuerdo de mínimos que capa cualquier tipo de pensamiento personal, que convierte a cualquier grupo, una vez alcanzado un punto de ebullición, en imparable, y que es especialmente patente en las agrupaciones formadas sólo por componentes masculinos: lo que una compañera mía del teatro llamaba “solidaridad de polla”.

Quizá por esta deformación, yo siempre veo en la masa a esa colectividad fascista, convencida de su propia inviolabilidad, sostenida por el agregado de las fuerzas de los borregos que la componen, y que, a lo largo de mi vida ha adoptado diferentes caras; la primera de las cuales, la que más me ha marcado, fue la fea, gritona, y estúpida cara de los niños que me acosaban en los recreos del colegio por ser distinto.

La masa, Ainara, en su cobarde actitud devoradora, cobarde y faltona, siempre encuentra excusas para su comportamiento. Como ayer, cuando un grupo de personas acogotó al Alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón, a la salida de su casa, cuando iba a pasear a su perro. Para ellos, se trataba de una protesta “pacífica”.

A mí, en el recreo, tampoco me pegó nunca ningún niño.

Besos de tu tío.


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