El fin de una época

Interior del bar Schlupfwinkel
Es un bar tan bonito que parece un decorado de cine (Archivo VD)

 

20 de Julio.- Querida Ainara: soy un hombre humilde. Creo que, más que otras personas, soy consciente de lo pequeños que somos, de lo minúsculo de nuestros logros. La vida me ha enseñado que, incluso aquellos que disfrutan del poder y de la gloria, lo hacen de manera fugaz.

Sin embargo, hoy me vas a permitir que presuma. Si hay algo de lo que me siento orgulloso es de que Viena Directo, el blog en el que publico las cartas que te escribo, ha servido para que se conozca un grupo de personas realmente especiales que me honran con su amistad.

Alrededor de Viena Directo se ha formado un pequeño grupo de personas que entienden la solidaridad,  la decencia  y la tolerancia como yo las entiendo. O sea, como prolongaciones del sentido del humor. Cada jueves (o así) nos reunimos, sobre todo, para reirnos. Y esas risas nos quitan canas (a los que ya empezamos a peinarlas)y diría que hasta nos ponen pelos a aquellos que ya empezamos a estar desprotegidos.

Hoy, Ainara, será la penúltima vez que asista a la reunión de los jueves uno de sus miembros fundadores. Ha aparecido muchas veces en este blog, bajo la inicial del nombre por el que sólo yo le llamo. Nuestra amistad ha llegado a ser tan profunda que me faltan palabras para glosarla (a riesgo de ponerme sentimenal no lo haré). Sólo diré que nos tratamos de “primo” el uno al otro porque considero que N. y su mujer son como de mi familia. Con pocas personas hablo con tanta libertad como con él y con pocas personas me he reido tanto en esta vida. N. ha estado siempre ahí cuando le he necesitado, porque es una persona fundamentalmente leal y creo que él sabe que él me tendrá siempre ahí cuando me necesite. Donde sea que se encuentre (y, por la pinta, parece ser que, para mi desgracia, va a encontrarse lejos). Qué vamos a hacerle.

Recuerdo como una de las tardes más regocijantes de mi vida aquella en la que nos conocimos. Merece la pena recordar cómo.

N. y B., su novia, vivían entonces a pocas manzanas de mi casa, vecinos de un conocido común cuya edad exacta nunca hemos podido averiguar (es un secreto que él defiende con uñas y dientes y que terminará en manos de algún laboratorio de Carbono 14). Este vecino, al encontrar a N. en la azotea del edificio solo y algo melancólico, oteando los tejados de Viena, se acercó a él con la intención poco disimulada de llevárselo al huerto. N. se dio cuenta de sus propósitos (que el otro no quiso disimular tampoco) y aprovechó el primer resquicio de la conversación para mencionar a su novia. Esta mención sirvió para que el conocido común se retirase a sus cuarteles de invierno, y le preguntase a N. lo típico. Al mencionar su nacionalidad, nuestro conocido, austriaco, dijo:

-Anda, pues yo conozco a otro español. Espérate que le llamo.

Y nos puso en contacto.

Creo recordar que la primera cita, si no una de las primeras, fue en el café Europa y, a partir de ahí, se sucedieron las tardes de carcajadas que, poco a poco, también tuvieron sus ratos serios en los que trabamos esta amistad del alma que será inmune, estoy seguro, al acoso de la distancia.

Querida Ainara: querer a alguien, con el cariño fraternal con el que yo quiero a mi primo, también es (o fundamentalmente es) apoyarle en sus decisiones, aunque, como en este caso, supongan para uno perder el contacto diario con una de las personas a las que más necesita (aunque esto, en la era de las telecomunicaciones, es discutible).

Lo único que está claro es que, ahora, si me apetece a bote pronto tomarme una cerveza con él, tendré que irme a Namibia, o a Filipinas o a Brasil (todavía no está decidido).

A ver si se le pasa la cabezonería y, por lo menos, se hace una cuenta de Facebook.

Besos de tu tío

 


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