Siete años en el Tíbet (y alguno que otro más en las SS)

Donaukanal
Un escalador en Viena (Archivo VD)

 

1 de Diciembre.- Una de las cosas que más llama la atención del nazismo es la cutrez intelectual sobre la que se asentó. Una pobreza de pensamiento que empezaba en el propio Adolf Hitler, por cierto.

A pesar de lo poco que se sabe de las lecturas favoritas del de Braunau Am Inn, parece bastante confirmado que, fuera de las novelas de Karl May –un escritor de novelas del oeste sumamente famoso en su época y aún hoy- Hiter solo leyó elucubraciones y folletos escritos por los típicos chiflados de la Belle Epoque.

En uno de los pocos párrafos en los que Hitler se refiere a la lectura, el tirano explica a sus adeptos el método infalible para leer “bien”. Hay muchas personas, viene a decir, que presumen de leidas pero que en realidad no son cultas porque no leen “correctamente”. Hitler aclara entonces que no hay que leer para aprender cosas nuevas sino para confirmar lo que ya se sabe. Un método perfecto para coronar con éxito la ascensión al monte del fanatismo.

Otro al que del mucho leer y del poco dormir se le secaron los sesos fue el capitoste nazi Heinrich Himmler que ha pasado a la Historia, además de por su perfidia, su vesania asesina y su completa falta de escrúpulos, por su afición al esoterismo.

Un hobby que lo mismo le llevó a Monserrat a buscar el santo grial que a enviar a disciplinados nazis de abrigo de cuero negro y pelo cortado a cepillo a estudiar las líneas de Azca, o a hacer moldes de escayola de las cabezas de los pacíficos habitantes del Himalaya al objeto de confirmar las teorías raciales de pirados con delirios pseudocientíficos, como Hans Hörbiger, barbudo profeta de una cosmogonía lisérgica y patriarca de la famosa familia de actores austriacos.

No está claro si el personaje del que hablaremos hoy fue uno de estos disciplinados majaras de ojos azules, o si el hecho de pertenecer al partido nazi, luego a las SA y más tarde a las SS tuvo algo que ver con que nuestro hombre terminase de maestro del líder espiritual y temporal de los tibetanos. Lo cierto es que, Heinrich Harrer, al que Brad Pitt interpretó en la película Siete Años en el Tíbet –adaptación del libro más famoso del austriaco- sufrió una transformación total durante su estancia en Lhasa. Estancia durante la cual pasó de ser, como si dijéramos, un émulo de Darth Vader, a engrosar las filas de los pacíficos caballeros Jedi que siguen con orden y concierto los caminos de la fuerza.

Harrer nació pocos meses después de que el Titanic se fuera al fondo del mar en Hüttenberg, Carintia. Entre los años 1933 y 1938 estudió Geografía en la Universidad de Graz y allí, durante aquellos convulsos años, destacó pronto en la práctica deportiva. Compitió en los juegos olímpicos de invierno de 1936, que se celebraron en la localidad alemana de Garmisch-Partenkirchen. A pesar de que lo que él mismo solía contar, no ganó nunca una medalla olímpica –le perdonaremos la mentirijilla-.

En 1933 se hizo miembro del partido de la cruz gamada y el principio de la guerra le pilló en el norte de la India -¿Haciendo qué? No está del todo claro-. Los ingleses, al ver su pasaporte, le apresan y le tienen a la sombra hasta 1944, momento en el que Harrer y su compañero Peter Aufschneiter consiguen fugarse y, durante 21 meses, consiguen la enorme hazaña de recorrer 2500 kilómetros por aldeas perdidas. Harrer y Aufschneiter aprenden tibetano –no les queda otra, la necesidad tiene un pincho- y consiguen llegar a donde pocos europeos han estado hasta entonces: la ciudad prohibida de Lahsa, en donde vive (vivía) el Dalai Lama. El líder de los tibetanos ejercía sobre sus súbditos un poder temporal y teolócrático, muy alejado de los estándares occidentales –por lo menos, desde la edad media- Harrer le enseñó al joven niño-rey algunas cosas sobre Europa y, a cambio, el dalai convenció a Harrer de que ser bueno es un buen negocio para el espíritu.

Harrer volvió a Europa en 1952 en donde, borradas por la guerra las huellas de su incómodo pasado, se dedicó, como Leni Riefenstahl, por ejemplo, otra destacada superviviente del nazismo, a explorar todo lo explorable, a escalar todo lo escalable y a forrarse escribiendo libros, al tiempo que reivindicaba –estaba de moda, sigue estándolo- la independencia del Tibet del poder de los malvados chinorris comunistas.

En 1997, el periodista austriaco Gerald Lehner, publicó en la revista alemana Stern un reportaje en el que afirmaba que Harrer, el abuelito del piolet y los mandalas, había sido miembro del partido nazi y de las SS. Al principio, Harrer lo negó todo, pero, al verse enfrentado con el papelamen que acreditaba la historia, no tuvo más remedio que envainarsela.

Su prestigio quedó un poco descascarillado, pero es de suponer que Herr Harrer se lo tomase como un buen discípulo del Dalai: asumiendo que honores y prestigios no son más que ilusiones con las que el Mundo nos tienta para que nos ensuciemos el karma.

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