La muerte de la televisión familiar

La bola de cristal 2
La televisión está cambiando (A.V.D.)

 

4 de Diciembre.- Cuando éramos pequeños, una de las conversaciones más habituales mientras esperábamos a entrar al colegio se producía cuando le preguntábamos a nuestros amigos si habían visto tal o cual programa en la televisión la noche anterior.

Estaba claro que, en un mundo (ahora parece imposible) sin otros entretenimientos que las dos cajas rellenas de circuitos que nos conectaban con el mundo (la radio y la televisión) había muchísimas posibilidades de que hubiéramos visto todos lo mismo.

En aquellos días, los programadores de televisión (a los que luego yo he tenido cierta oportunidad de conocer) modelaban, conforme a sus gustos, los gustos de la audiencia. Sin estar sujetos a la dictadura de los ratings se emitían programas que hoy nos parecen unas antiguallas entrañables (cuando no unas antiguallas indigestas) pero que tenían un punto en común: estaban destinados a toda la familia.

Las noches estelares de aquel paleolítico herziano eran dos: la de los viernes y la de los sábados. Se suponía que la mayoría de la audiencia que le interesaba a aquella tele (las mujeres y los niños que se salvan siempre cuando se hunde un barco) no tenía que madrugar al dia siguiente y que, por lo tanto, estaría más receptiva a los anuncios y mucho más dispuesta a tragar con el modesto oropel que suponía la oportunidad de ganar un apartamento en Torrevieja (Alicante).

Sin embargo, llegaron las televisiones privadas, llegaron las televisiones por satélite, aterrizaron las consolas, los vídeos (con sus videoclubes), los ordenadores conectados a internet, y la asamblea familiar frente a las seiscientas veinticinco líneas proverbiales, se fue a freir espárragos.

Y, con ella, los grandes shows mastodónticos en donde las cadenas de televisión tiraban la ventana por la casa. La publicidad, simplemente, no daba para sustentar aquellos lujos. Uno a uno, se fueron apagando aquellos últimos destellos de una época en la que la tele era aún una sonrisa con vocación totalitaria.

Algunos de aquellos formatos, intentaron adaptarse a los nuevos tiempos (nuestro entrañable, añejo e inevitablemente gagá Un,dos,tres) ; otros, sobrevivieron a base de echarle imaginación pero, en la época de la suprema atomización de las audiencias, van muriendo como los elefantes que se dirigen al último lugar de descanso.

Ayer, fue el último programa de la versión alemana de Qué Apostamos. Tras más de treinta años en antena, no está claro que el programa vaya a volver porque las niñas ya no quieren ser princesas que se sepan la tabla de multiplicar en chino al revés y a los niños les ha dado por perseguir el mar dentro de un vaso de ginebra y ya no se entrenan para poder clavar doscientos clavos con la frente en menos de sesenta segundos.

Thomas Gottschalk se despidió ayer de una audiencia que ha crecido y no le va a echar nada, pero nada de menos.


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