El lugar que ya no existe

Rathausplatz
En Austria, la vida sigue igual (A.V.D.)

 

20 de Diciembre.- A pesar de lo que muchos de mis lectores creen, no soy periodista.

También es verdad que soy de los que piensan que cualquier persona con una cultura general amplia, curiosidad intelectual y un cierto talento para la escritura puede ejercer de tal (seguramente que a mis lectores se les ocurren muchos ejemplos de trabajadores en cuyo contrato pone que son periodistas y que son incultos, solo se ocupan –mal- de la parcela de su interés y escriben con unas faltas de ortografía que ponen los pelos de gallina).

En fin. No soy periodista.

Sin embargo, estoy firmemente convencido de que este blog (humildísimo, diminutísimo) debe regirse por unos mínimos principios de ética. Y que aunque, a veces, sucedan delante de mí conversaciones que revelen cómo respiran las elites de este país, la necesidad de contar lo que pasa debe de estar atemperada por el conocimiento de que, quien habla frente a mí, no siempre es consciente de que yo tengo a mano unas teclas a través de las cuales hacer público lo que se dijo off the record.

Durante estos días he presenciado unas cuantas conversaciones de este tipo.

Unas cuantas de esas por las que uno es capaz de poner en duda todas las teorías conspiranoicas. Desde la muerte de Kennedy, pasando por la confortable jubilación de Elvis y terminando por las tramas mediáticas del 11-M. Y es que, señores, el ser humano es incapaz de guardar secretos.

Aunque también es verdad que, en ocasiones, no hace falta que el lenguaraz caiga en la tentación de darse el pisto contando lo que sabe de tal o cual asunto candente. Basta, como decía Hercules Poirot, con dejar hablar al sospechoso para que, más temprano que tarde, acabe cantando La Traviata.

Dicho esto.

Atando cabos de cosas vistas y oidas durante las últimas semanas, tengo que confesar que me encuentro sumido en la perplejidad.

Por un lado, leo los periódicos y, en ellos, se dibuja un panorama que no invita, precisamente, al optimismo. Y, sin embargo, en Austria no parece pasar nada. Ni en la calle ni en los pasillos del poder.

Las cifras del negocio navideño siguen siendo las de años anteriores –vamos, el récord nuestro anual– y parece reinar una gran tranquilidad, cuando no un cierto optimismo. A ratos, pienso que estoy (estamos) subidos en un Titanic y que tanta felicidad y tanta tranquilidad no pueden ser buenas –siempre esta educación judeocristiana nuestra, que desconfía del placer y busca siempre el palo y la espina escondida en el terciopelo-. Se me representan imágenes pavorosas de cara a este año que empieza. El Euro despeñándose, la inflación galopando, la gente pasando hambre por las esquinas. El paro, la desolación.

En otros momentos, sin embargo, también pienso que los austriacos, sensatos como son, no tienen ningún motivo (de momento) para la alarma. ¿Por qué iban a preocuparse? Son el país con menos tasa de paro de la Unión Europea –un nivel de desempleo ciertamente ridículo comparado con el aterrador porcentaje español-, la economía funciona de manera más o menos estable, la conflictividad social es prácticamente nula –hace algunos meses, recordarán mis lectores que muchos ciudadanos aborígenes se quedaron ojipláticos al saber que existía la posibilidad de que fuera a haber una huelga-. Los peligros potenciales para la paz social –el ascenso imparable de la ultraderecha entre los votantes más jóvenes, por ejemplo- no parecen ser un motivo de preocupación para los austriacos ni para los partidos establecidos desde la posguerra mundial.

Y sin embargo, este que escribe, voraz consumidor de periódicos, voluntarioso lector entre líneas, suspicaz desmontador de cortinas de humo, no puede evitar sentir que las altas instancias de este país se encuentran ante una pérdida progresiva y preocupante de contacto con la realidad.

No puedo quitarme de la cabeza una frase que ayer, el nuevo presidente del Gobierno de España dijo en el Congreso de los Diputados y a la que nadie, creo, ha prestado suficiente atención.

“No podemos querer volver a donde estábamos porque ese lugar ya no existe”.


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