Aventuras en Viena: hoy, en el dermatólogo

Thre brass band
Un grupo de aguerridos vieneses preparados para ir al dermatólogo (A.V.D.)

 

27 de Enero.- Viena. Algún lugar del distrito 4. Descansillo de la escalera de una casa construida a finales del siglo XIX. A pesar de que tengo cita con el dermatólogo a las ocho de la mañana, sigo la costumbre aborigen y aparezco a menos veinte. Naturalmente, estoy solo. Llamo al timbre y nadie me contesta. Como siempre, a pesar de los muchos años que llevo por estas tierras, me asaltan negros temores ¿Habré entendido mal al haber cogido la cita? A pesar de los muchos años, ya digo, hablar por teléfono sigue siendo para mí un trance incómodo. Horror sobre horror: miro los horarios de consulta en una pimpante placa de metacrilato fijada a la imponente puerta: de lunes a jueves, de una a seis de la tarde ¿Y los viernes? ¿Qué pasa con los viernes?

“Te has equivocado, Paco; te has dado un madrugón para nada”.

En fin. Sólo queda esperar.

En el piso de abajo, detrás de una puerta que, a pesar de su aspecto imponente, parece hecha de papel cebolla, se desarrolla un tremebundo drama doméstico. Una niña (por la voz calculo que de unos seis o siete años) discute a voz en cuello con su madre.

¡No! Así no puedo salir a la calle ¿No ves que tengo el pelo hecho una porquería?

-¡Que te pongas el gorro ya, te digo! ¿No ves que llegamos tarde?

-¡Que nooooo! ¡Que Leonie se va a reir de mí!

La madre lo intenta con cariño.

-Que nooooo, ya verás como no. En el tranvía, te peino yo y quedas la mar de guapa.

-¡Que nooo! Que yo así no salgo a la calle.

¡Que te pongas el gorro de una vez! (y yo añado, coñíiiio ya, joé) –amargos llantos. Uno piensa que una madre española hace media hora que hubiera acabado expeditivamente con el tema. Un tortazo en el culo y tente tieso. Pero claro, vivimos en la era de la educación moderna y, aunque los niños se merezcan un zapatillazo bien dado (en el culo, que es carne muerta, como se decía en mis tiempos) se les intenta convencer utilizando los mismos medios que si fueran un dictador pasado de vueltas en posesión de la bomba atómica.

No hace falta decir que, cuando las discusiones alcanzan un cierto nivel de decibelios, uno es partidario de los métodos “a la antigua ultranza” que dijo una presentadora de Telemadrid hace poco.

Se abre la puerta, asoma una niña algo rellenita, con una bonita boina rosa de punto que le tapa la (supuestamente) revuelta melena dorada. Al verme, pregunta la madre:

¿Es usted un obrero? –señora, pero ¿Qué pinta me ha visto usted? Aclaro que voy vestido para ir a la oficina.

No, soy un paciente.

-Ah.

La niña del pelo revuelto me mira con una curiosidad que (¿Me lo parecerá a mí?) es un poquitín malsana. Otro paciente que ha llegado entretanto (no me he equivocado, gracias a Dios) le dice:

Si te pones el gorro no podemos ver lo bien peinada que vas.

La madre se pone roja como un tomate y la cría amaga con explicarnos las sevicias a que la somete la puñetera de su amiguita Leonie. La mamá la corta con cajas destempladas.

-¡Vamos! Que llegamos tarde.

(…)

En la consulta del dermatólogo suena música de Bach (“para que no se oigan los gritos”) pienso yo, nerviosillo como estoy.

-¡Herr Bernal!

(“Servidora”, pienso, y me levanto de la silla).

El dermatólogo es un hombre delgado, alto, de aspecto culto. Siguiendo la costumbre local, me da los buenos días y me tiende la mano. Luego me invita a hablar.

-Vera usted, he venido porque tengo un lunar y, en los últimos diez días me ha dolido bastante.

-¿Se descubre usted el torso, por favor?

Me quito el jersey. Me quito la camisa. Me quito la camiseta. Él se acerca a mí con una lupa con lucecita.

¿Ha crecido mucho últimamente? –el lunar, claro. Yo ya hace algún tiempo que no crezco.

No, más o menos tiene el mismo tamaño de siempre. Pero me duele.

-Nada, es benigno. 

-Sí, tengo muchos. Soy propenso. Doctor, usted qué cree ¿Debería quitármelo?

-Hombre, si quiere, sí. Es cosa de cinco minutos. Le damos un corte a nivel y asunto liquidado.

(A mí, lo del corte a nivel me hace tragar saliva, las cosas como son).

¿Tengo que pedir una cita extra?

-Lo podemos hacer ahora mismo si quiere. Aunque si le viene mal…Por el fin de semana…

No, no. Quite –me pongo en confianza- como tengo un poco de miedo…

-¡Pero si no es nada!

Ya, por eso. Lo mejor es que me lo quite usted ahora mismo –no lo digo, pero pienso: “que si no, me lo voy a pensar y lo mismo me entra el canguelo y no vengo más”.

El médico, que ya se ha debido de dar cuenta de que lo del ardor guerrero español no es más que un mito, me señala una camilla. Me tumbo. Procuro que no se me note que los bisturís me dan respeto. Pongo cara de profesional. Lo que no puedo evitar es ponerme a sudar como un pollo.

El doctor trastea con una aguja (demasiado larga para mi gusto).

Ahora le voy a pinchar. Escuece un poquito, pero son tres segundos –lo hace- ¿Duele?

Niego con la cabeza. El doctor coge unas tijeritas y risrás, corta el trozo flácido en que se ha convertido mi antes pungente lunar. Luego, coge otro aparato eléctrico. Suena un ruido inquietante, como si estuviéramos intentando despertar a algún monstruo hecho con miembros dispersos de criminales. Toda la consulta se impregna de un olor a pata de pollo quemada (un olor que me recuerda a cuando mi madre hacía sopa de cocido).

-Hale, ya está.

El médico me planta un apósito adhesivo que, de todas maneras, no pega (valiente no seré pero, como la mayoría de los españoles, soy un hombre de pelo en pecho).

Asunto terminado.

 

Comentarios

2 respuestas a «Aventuras en Viena: hoy, en el dermatólogo»

  1. Avatar de manu-él
    manu-él

    ¡Qué corte le dio el otro paciente a la jodía niña y a la jodía madre! Me hubiera encantado ver todas las caras de la gente…

    1. Avatar de Paco Bernal
      Paco Bernal

      Jajaja!

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