Buscar gimnasio en Viena (4): ventisca y churrascos tormentosos

Policía sepultada por la nieve
A.V.D.

 

El capítulo anterior de esta historia está aquí

Tengo la vaga idea de que dejé a mis lectores con la imagen algo desasosegante de un cuarentón ventripotente intentando emular a Demi Moore en la barra donde se curten las pilinguis con veleidades artísticas. También dije que, aunque me satisfizo mucho lo que vi en el gimnasio en donde el caballero intentaba quemar esos molestos michelines, al final decidí que no iba a apuntarme a él.
¿Por qué?
Retrocedamos en el tiempo un par de semanas ¿Me ven mis lectores?Hagan un esfuerzo…A ver. Eso es. Son las siete de la tarde, es noche cerrada, nos encontramos en una zona comercial popular de la capital vienesa que, en ese momento, se encuentra absolutamente desierta. Sólo algunas mujeres turcas, pañuelo en la cabeza y abrigo de paño negro, humilde, hasta los pies, desafían a la ventisca siberiana mientras arrastran carritos de la compra camino de su casa.
Paco también se dispone a salir a la calle. Se sube el cuello del abrigo, se pone los auriculares del mp3 (va escuchando una conferencia muy maja en la que Nuria Espert hace gala de su humildad habitual, o sea, ninguna) y se lanza a la calle en donde el viento le corta la cara como un millón de cuchillas de afeitar lanzadas por la mano de un psicópata.
Paco mira el reloj: las siete y cinco y echa a andar.
Y anda.
Y anda.
Y anda…(después de un cuarto de hora andando en dirección a su casa con el viento gélido de cara, la para de metro que Paco recordaba cercana, sigue sin aparecer ¿Dónde co**nes estará la parada de metro…? Se pregunta Paco esperando ser atropellado, en cualquier momento, por un rebaño de renos). Tres adolescentes borrachos, insensibles a la ventisca infernal, se dedican a darle patadas a las papeleras mientras maltratan las declinaciones y la pronunciación preconizada por el insituto Goethe.
Paco intenta aferrarse a la voz de Nuria que, afectadamente, pronuncia en catalán nombres de difuntos.
Tras veinte minutos, Paco llega a la conclusión de que erraba. No existe la parada de Metro que él pensaba que le llevaría a casa. Ante él, la mole fantasmal de las obras de la nueva Estación Central de Viena; una red aún inconclusa de transportes públicos en la que Paco no se maneja bien. Mira el reloj: son las siete y media. Hora de cenar, le recuerda su estómago.
¿Recorrer este camino todos los días? ¿Con lluvia y con sol? ¿Con nieve y churrascos tormentosos?
Nein, danke! –dice Paco en alto, asustando a una anciana que, desafiando a las glaciales temperaturas, insiste en buscarse una fractura pélvica aferrada a su andador. Nuestro intrépido español se abre el abrigo, coge los folletos que la señorita del gimnasio le ha entregado (con la boca hecha agua, a la espera de la jugosa comisión) y los tira en una papelera en donde aún deben de estar congelándose.
Tras otra media hora de tranvías y metros que siempre llegan demasiado tarde (y con Nuria Espert en los auriculares intentando demostrar que era un hecho impepinable, perteneciente al orden del universo, que ella se convirtiera en una ETFI (Estrella Teatral de Fama Internacional) Paco llega empapado a casa, con la nariz como un pimiento morrón y los pies de un sospechoso color cárdeno.
Cuando se quita el abrigo, Paco, de pasada, mira su figura deslumbrante en el espejo. Sabe, que como no encuentre un gimnasio pronto, se verá arruinada por su afición incontenible a los placeres de la mesa ¿Qué hacer? ¿Dónde encontrará un lugar en el que maltratarse? Por suerte, a sus lectores solo les queda un capítulo de esta serie para saberlo.

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