Como el perro y el gato

Como el perro y el gato
Diagrama que explica la guerra de la independencia (A.V.D.)

 

21 de Marzo.- Querida Ainara: probablemente aprenderás en el colegio que, con matemática precisión, todos los días veintiuno de marzo empieza la primavera. No será verdad. O, mejor dicho, será una cómoda mentira que te cuenten tus maestros, para que, al menos en esta pequeñez, tengas una certeza a la que agarrarte. De hecho, la primavera empezó ayer a las seis de la mañana y, para fecha tan cercana como el año 2048 –yo tendré, si Dios quiere, setenta y tantos- la primavera empezará el día de San José.

Como con la florida estación, pasa en otros ámbitos de la vida.

Por ejemplo: estos días atrás se ha celebrado el segundo centenario de la promulgación de la Constitución de 1812, llamada “La Pepa” por haber nacido el día diecinueve. Se ha celebrado la elaboración de nuestro primer texto constitucional como un logro de la democracia, como un triunfo de la ilustración (que, en cierto modo, lo fue) y, aunque no lo decía nadie, como un intento tímido, lleno de carencias, de civilizar aquel país nuestro tan reseco, analfabeto, tan maltratado por los “hunos” y los “hotros”, desangrado por una guerra “de la independencia” que no era sino una repetición crónica del eterno conflicto entre las dos Españas con una estrella invitada: el ejército francés.

En los discursos de todos los próceres (del Rey abajo) se ha celebrado el espíritu democrático de la constitución gaditana sin haberle echado siquiera un vistazo al texto.

Como con la primavera, se necesitaba la certeza de que alguna vez habíamos sido lo que queremos ser, del mismo modo que todas las ancianas de los asilos de España aseguran haber tenido de jóvenes unas piernas que podían competir con las de Carmen Sevilla o todos los viejos juran y perjuran que, en otras circunstancias, con otra suerte, hubieran podido regatearle a Pelé un par de goles en Maracaná.

La Constitución de Cádiz no fue sino un tímido y fugaz intento de apertura, de sacar a España de la negritud goyesca en que la habían instalado los Austrias –un país en el que la cutura se había convertido en un vicio sospechoso y las ideas venidas de fuera en foco de ponzoñosa perversión perseguido por la Santa- para convertirla en algo parecido a una democracia.

Una democracia, en cualquier caso, muy poco parecida a lo que hoy entendemos por tal cosa. Por ponerte un ejemplín: en el texto gaditano se establecía que habría un diputado por cada 300.000 habitantes, diputados que pertenecerían a la nobleza, al clero y al “pueblo”. Pero “el pueblo” no era todo el mundo, sino todos aquellos que, sin ser curas ni nobles, poseyeran bienes raíces. O sea: para la Constitución de Cádiz, Emilio Botín era “el pueblo”.

A pesar de esto, en la mente del ingénuo pueblo español, la Carta Magna gaditana quedó como ejemplo, primero, de libertad, y luego, cuando cambiaron las tornas, llegó el séptimo de los Fernandos y decidió que se había acabado la tontería, de libertinaje.

Vamos, tanto es así que, siendo yo chico, cuando nos portábamos mal, nos decían los maestros, que hale, que ya nos habíamos echado al monte y habíamos dicho “Viva la Pepa” como quien dice “Ancha es Castilla” o “Aquí no paga nadie”.

Y sin embargo, aunque aquel déspota cruel que fue Fernando VII instauró un régimen que, por unos años consiguió lo imposible (parar el tiempo, hacer pensar que la ilustrada, tecnificada y moderna dictadura napoleónica había sido flor de un día) sí que es verdad que la Constitución de Cádiz quedó como un testigo de que, aún bajo las condiciones políticas más duras, es muy difícil matar la frágil planta de la exígua minoría ilustrada que no representa, ni mucho menos, una parte representativa del pueblo español. Un grupo de gente que está siempre ahí, esperando mejores tiempos, luchando contra una fuerza que está tatuada en las meninges de los niños de España desde el día en que nacen: la pereza de hacerse preguntas, de imaginarse que las cosas pueden ser distintas, más armoniosas. Que la disensión, la discusión, el trabajo, el esfuerzo (aunque ese esfuerzo esté condenado al fracaso) no son humillantes ni producen ningún desdoro.

En suma, Ainara, que uno no tiene que avergonzarse al reconocer que no sabe, sino cuando no quiere aprender.

Besos de tu tío

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