Ebenthal, la última batalla del rey Ottokar

Marterl
A.V.D.

27 de Mayo.- Domingo de Pentecostés. Día perfecto de verano. Invitado por un amigo, paso la jornada en la localidad de Ebenthal, en el Marchfeld.

Una piedra medio roida por el tiempo y los elementos recuerda que, en este punto, exactamente aquí, empezó en 1248 la fortuna de la familia Habsburgo. Una buena racha ascendente que los propulsó desde el escalafón de piojosos señores de la guerra hasta las más altas cumbres imperiales. Ocurrió cuando Rudolf von Habsburg se cepilló al pobre del rey Ottokar de Bohemia (actual República Checa). El pobre de Ottokar (cuyo cetro, sin que él pudiera tener ni idea, terminaría protagonizando una aventura de Tintín) perdió, según dice la lápida “la batalla y la vida”. Vaya por Dios.

Ebenthal es, hoy en día, un pueblo tranquilísimo cuyos habitantes se dedican principalmente a la agricultura. Nada queda de este pasado guerrero e incluso el palacio del noble local que ,en el siglo XVIII, contó según me dicen, con un parque lleno de fuentes con ninfas de cuya boquita de fresa salía un chorrito juguetón, es hoy en día propiedad de un forradísimo doctor que vive en la capital y que utiliza el lugar como residencia de fin de semana. Del parque (sic transit gloria mundi), no queda más que una masa boscosa y agreste en la que los niños de Ebenthal, en tiempo inmemorial, colocaron varios columpios para jugar a ver quién se partía la crisma cayendo desde más altura.

Después de comer (delicias a la barbacoa, como manda la estación) y tras el café, mi amigo nos lleva a dar un paseo por el pueblo. Un gentil habitante de Ebenthal, sesentón, que aprovecha la tarde dominical para sacar a su perro a mear, se nos queda mirando con aire circunspecto (supongo que al notar mi acento) no vaya a ser que seamos parte de una cruel mafia eslava (pongamos la que ayer afligió Europa con las coplas eurovisivas).

Mi amigo nos lleva a través de un camino que, durante siglos, el agua ha labrado por entre las colinas del Marchfeld al vencer la pendiente que existe entre los campos cultivados y el pueblo de Ebenthal, cuyo núcleo más antiguo se sitúa en una ligera depresión del terreno protegida del viento que, a causa de lo llano de esta región de Austria, puede llegar a ser muy molesto.

Cielo y campo
A.V.D.

 Al remontar la pendiente y ganar los campos, y aún a riesgo de resultar cursi, siento uno de esos choques de adrenalina que, creo, han hecho que me ate a este país un amor tan tierno como absolutamente irracional: ante mí, una planicie verde, un mar inmóvil de espigas (de alfalfa, de trigo) que se extiende hasta donde alcanza la vista bajo un cielo azul salpicado de nubes redondas y blancas. Caminamos por un sendero que atraviesa los sembrados hasta llegar a una cinta asfaltada, a cuyos márgenes hay un marterl o altar (a imagen de los que dejaron los romanos) que limita una propiedad pero en cuya cúspide hay una imagen de la Vírgen con el esmale descascarillado por décadas de lucha contra la intemperie.

Dando un rodeo, volvemos a ganar el pueblo. Entre los setos, bandos de estorninos que levantan el vuelo a nuestro paso, mirlos. Un vecino con dos perros uno de los cuales se asusta al vernos. Tenemos  que permanecer quietos un buen rato hasta que el animalito se decide a marchar junto a su amo.

¿Queréis ir al cementerio?

Yo sí –contesto.

A Paco le gusta ver siempre los cementerios de todos los sitios a donde va.

Tumba de una pareja de etnia gitana
A.V.D.

Es verdad. No sé por qué pero me dan paz y me permiten hacerme una idea de cómo es la gente del país. Atravesando Ebenthal por una calle flanqueada por chalecitos modernos, edificados a imagen de la Whisteria Lane de Mujeres Desesperadas, ganamos el camposanto. Como la ciudad de los vivos, la de los muertos está edificada en dos niveles. A la puerta, hay una máquina automática dispensadora de velas (las características candelas rojas que los austriacos colocan sobre las tumbas). Algunas mujeres cuidan las tumbas de sus ancestros. En el cementerio de Ebenthal –católico- hay, sin embargo, una tumba especial. Corresponde a lo que parece un matrimonio de religión mahometana.

La primera tumba turca que veo –digo al ver la media luna y la estrella sobre la lápida.

No son turcos, son gitanos.

El cementerio de Ebenthal, como todos los austriacos, es pulcro y reluciente. Las lápidas son de mármol negro con letras doradas y sobre las huesas hay sembradas flores y plantas naturales. Rosas de pentecostés, pensamientos, no me olvides. Dominando las tumbas modernas hay un área que se nota más antigua.

Es el cementerio de niños, me dicen.

Leo una chapa esmaltada de blanco que marca la situación de una tumba. El texto, medio borrado, dice: “aquí descansa el niño Florian que murió (una fecha de mil novecientos veintinueve) a los tres años de edad.”

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