Querida Ainara: mientras escribo esto, la selección española está calentando para salir a jugar contra Portugal. En uno de los partidos de cuartos, sucedió la siguiente anécdota: un jugador lusitano le hizo una falta a un contrario y el árbitro decretó que se dirimiría el conflicto mediante esa versión moderna del Juicio de Dios que es el penalti con barrera.
Se colocaron los portugueses ante su nervioso portero, todos con cara de haber dejado el arado ayer por la tarde, todos, como dijo Neruda de Miguel Hernández, con cara de patata recién sacada de la tierra. El encargado de tirar el penalti, hizo amago de afilar los tacos en el cesped del campo. Temerosos, los portugueses, como es normal, se echaron mano a las partes ¿Todos? No: Cristiano Ronaldo prefirió protegerse la cara con el antebrazo: no es extraño: si el balón le hubiera partido la faz , hubiera dado al traste con una de sus más lucrativas fuentes de ingresos. Quizá más que el fútbol. Porque Cristiano Ronaldo vive de su cara tanto o más que de sus pinreles. Y a todos nos parece normal que él explote su apariencia. No siempre fue así.
Antaño, Ainara, los hombres no podían ser oficialmente hermosos y la belleza física se consideraba, tras una extraña ecuación, un menoscabo más o menos grave de la virilidad. En este sentido, es famosa la anécdota que explica el resignado comentario con el que la madre de Paul Newman valoraba la irrepetible perfección de los rasgos de su hijo:
-¡Qué lástima! Tanta belleza desperdiciada en un hombre.
La apostura física tenía que ser compensada con otras cualidades en las que se viera claramente la intervención de la testosterona, y los lindos Don Diegos tenían que demostrar que se llevaban a la rubia al huerto por la fuerza y rapidez de sus puños, por la agresividad con la que maltrataban sus bronquios a base de tabaco negro o por lo saneado de sus cuentas bancarias.
Sin embargo, eso ha cambiado.
La crisis del concepto tradicional de masculinidad ha traido como carambola la incorporación del cuerpo del hombre al universo de los objetos de consumo. Después de haber pasado miles de años despiezando el cuerpo de la hembra (muslo, pechuga, talle, pantorrillas) es ahora la mujer la que despieza el cuerpo del hombre y es el cuerpo del hombre el que, transmitiéndole al producto determinados atributos, lo vende y lo hace apetecible.
Los hombres usan Abanderado porque las mujeres compran Abanderado, decía un eslogan de mi infancia que vendía una marca de calzoncillos. Hoy, se podría decir que los hombres usan gayumbos Emporio Armani porque las mujeres (u otros hombres) compran para ellos calzoncillos Emporio Armani que han visto lucir a jugadores de fútbol, supermodelos o cantantes.
Por otro lado, en un mundo en el que la estabilidad laboral es una utopía y en el que la juventud se ha convertido en un factor decisivo a la hora de que alguien considere tu curriculum como apropiado para un puesto, los hombres tenemos que remediar la inseguridad aparentando una juventud permanente, haciendo dietas, levantando mancuernas, utilizando cremas que mi padre estaba convencido de no necesitar para reivindicar su valor ante el mundo. Es lo que una psicóloga llamaba el otro día en la televisión el “hombre-soldado”; ese hombre eternamente joven, en forma, elástico, complaciente, dispuesto siempre a obedecer a su jefe, en una perpétua edad para aprender los procedimientos de una empresa, mente siempre tan virgen como la piel sin arrugas de un niño, sin vicios, sin personalidad, sin edad.
La tragedia es que Cristiano Ronaldo se hará viejo, perderá su cara de niña y la atractiva vaciedad de sus ojos no podrá ser resucitada por ningún alarde de la luminotecnia ¿Qué pasará entonces? ¿Qué pasa con los cincuentones a los que aún les quedan treinta años de comer tres veces al día?
Esa es la respuesta que el sistema no ha encontrado todavía.
Besos de tu tío.
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