Oreja a la plancha en Viena

Un machete y una tea
Lo que viene siendo una tea (A.V.D.)

17 de Septiembre.- El bloguero es, en general, un hombre poco coqueto. En su lista de “Cosas que me dan pereza” figura, en segundo puesto, “cortarme el pelo”, justo detrás de “ver el último vídeo guarri-house de Leticia Sabater” y sólo un puesto por encima de “pasar la aspiradora”.

Sin embargo, cierto asunto del que quizá sepan pronto sus lectores, le obligará pronto a aparecer presentable. Así que el sábado por la mañana (muy de mañana para ser sábado) hizo de tripas corazón y se echó a la calle en busca de una peluquería en la que no hubiera mucha gente.

Tras descartar la peluquería choni de la esquina, se inclinó por una alternativa barata pero que, en el pasado, le había dado buenos resultados: una peluquería turca.

Al trasponer el umbral de ciertos establecimientos turcos, uno tiene la sensación de que ha abandonado la realidad normal y ha pasado, sin darse cuenta, a la dimensión Mad Max. O sea, como si, en los años ochenta hubiera habido una catástrofe nuclear en la que hubiese fallecido el dueño del negocio y, treinta años más tarde, los actuales propietarios le hubieran dado una patada a la puerta y se hubieran metido dentro, a poner a rentar una maquinaria que, ya cuando explotó la bomba, estaba para pocos trotes.

Los retoques que, desde 1985, se han hecho en el establecimiento en el que el bloguero se cortó el pelo han sido mínimos (y, por cierto, no deben de haber incluido una limpieza a fondo, por lo cual añadimos a la dimensión Mad Max la dimensión “me estoy cortando el pelo en Karatchi”). Lo único que parece haber cambiado es que, en el luminoso de la puerta, en vez de poner “Friseur Hans”, campea un sonoro nombre procedente de Asia Menor escoltado por las fotos de dos cabezas: la una, una modelo sin identificar, la otra, el ideal de belleza de los hombres turcos: David Beckham.

Pasa el bloguero a la peluquería: hay un hombre mayor (cincuenta y muchos) y dos críos, niño y niña. El niño, por cierto, ocupa uno de los dos puestos en los que trabajan dos profesionales (como la copa de un pino, que hubiera dicho Parada) paisanos de Ataturk. Pregunta el bloguero lo evidente, que si el caballero de los dos chiquillos es el último. El caballero contesta en buen alemán que sí. El bloguero se sienta.

Calcula feliz el bloguero que le quedan diez minutos de espera, y se pone a jugar con el móvil. Por el rabillo del ojo va viendo evolucionar al peluquero que está pelando (no se puede usar otro verbo) a un crío que, ufano, está viendo colmada la que parece ser la máxima aspiración de su primera década de vida: una flamante cresta mohicana. En el puesto de al lado, el otro cliente se ha inclinado por una alternativa estética menos audaz por lo cual el profesional (como la copa de un pino) que le está atendiendo termina pronto, le cobra y se pira a la parte de atrás del negocio, en donde hay una peluquería de señoras con una única cliente, una dama de aspecto aborígen a la que una esteticién vestida como para practicar una profesión que exija nocturnidad y alevosía le está perpetrando unas mechas rubias.

El peluquero que queda en activo, después de hacerle al crío con gel una cresta que le facturará a las profundidades del informe PISA, se pone con el padre.

El bloguero busca con la mirada alguna revista en la que informarse de las últimas novedades del famoserío de Anatolia. No tiene éxito. La peluquería está absolutamente virgen de letra impresa, a excepción de los botes de fijador que, solitarios, desde tiempo inmemorial, ven el trasiego de clientes.

Harto de jugar con el móvil, el bloguero observa las evoluciones del taciturno peluquero turco. Media melena, barbita recortada, aro en la oreja, vaqueros, jersey gris. A no ser por los mocasines blancos (del tipo chúpame la punta) hubiera podido pasar por una persona normal y no por algún tipo de profesional del sector de las güisquerías.

Al bloguero, a estas alturas, le está empezando a entrar cosa, pero le da vergüenza marcharse porque tampoco quiere perjudicar el entendimiento interracial y que la embajada española en Ankara se vea asaltada por turbas de iracundos barberos turcos, así que se queda.

Por fin le llega su turno.

Se sienta en el sillón, mientras le acomodan el mandil que le protegerá de sus propios pelos, pone la vista en el suelo y ve rodar dos pelusas del tamaño de un camión. El peluquero de los mocasines blancos afila una navaja y, sin cambiar de gesto, le pregunta cómo quiere el corte. El bloguero se teme lo peor pero dice que lo quiere cortito por atrás y por arriba, con misericordia, que ya va quedando poco.

El peluquero se pone a la tarea.

En un momento dado, el profesional se pone a maniobrar con unas tijeras de acero quirúrgico que tienen atado un algodón en la punta. Empapa el algodón en alcohol y le prende fuego. El bloguero, mayormente por tranquilizarse, piensa que va a esterilizar algo, pero no: el taciturno profesional acerca la llama (de medio palmo) a la cara del bloguero, el cual siente cómo sus esfínteres se encogen. Pronto cunde en el local un sospechoso olor a pata de pollo quemada. Comprende el bloguero que son los pelos de su oreja derecha (a la que tiene tanto cariño desde que la conoció cuando era niño). Traga saliva, es consciente de ponerse pálido. El peluquero capta el mensaje y, con una mueca desdeñosa, abandona el procedimiento y decide abordar el corte de pelos de la oreja izquierda por un medio menos pirotécnico: la maquinilla.

El bloguero respira aliviado. Muy aliviado.


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