Españoles eminentes

10 de Abril.- Querida Ainara (*): los telespectadores centroeuropeos tienen últimamente la oportunidad de ver un anuncio en televisión. Apenas dura un minuto.

En un lujoso interior –probablemente de la Ópera de Viena– aparece la cálida y esponjosa humanidad de Plácido Domingo. Con su peculiar alemán, explica que hacerse una colonoscopia le salvó la vida –padeció un cáncer hace algún tiempo del que, por suerte, consiguió recuperarse- y anima a todas las personas que pasen de una edad a hacerse esta prueba que es indolora y permite la detección precoz de tumores intestinales.

Que alguien haya pensado en Plácido Domingo para protagonizar un anuncio así es más importante de lo que parece. Significa que la agencia de mercadotecnia que concibió la campaña, pensó que Plácido era lo que se llama un prescriptor ideal. Esto es: una persona conocida a la que asociamos las características positivas de un determinado producto y nos anima a consumirlo. No es extraño que así fuera. No tengo el placer de haber tratado al Sr. Domingo en persona, pero conozco a alguien que ha tenido oportunidad de trabajar con él y me confirmó lo que ya sospechaba: es una persona a la que, aún en el espinoso mundo de la ópera, quiere todo el mundo. Cuando pisa el escenario para los ensayos hace bromas con los tramoyistas –a algunos, dada su larga experiencia internacional, los conoce hasta por su nombre-, se interesa por todos, es profesional, paciente y nunca da una voz más alta que otra (fuera de escena, se comprende).

Hace unas semanas le estuve viendo cantar Simón Boccanegra, de Verdi y, al término de la ópera, el exigente público vienés le dedicó casi veinte minutos de ovación puesto en pie (yo, desde mi palco, no me pude resistir tampoco, y le grité “torero, torero”).

Penélope Cruz y Javier Bardem son, ahora mismo, dos de los actores más cotizados del planeta. Particularmente ella tiene todas las cartas para convertirse en la Sofía Loren del siglo XXI. Es bella, es inteligente y ha madurado espléndidamente como actriz. Es una de esas personas que sabe lo que es ser una estrella y que, serlo, reside principalmente en resultar inaccesible. En su caso, es probable que también se trate de una estrategia defensiva, porque es pisar España y que, con más o menos descaro, los medios de comunicación españoles la llamen pendón o le reprochen a su marido determinadas posiciones políticas –que, como ciudadano privado, es normal y hasta sanísimo que tenga-.

Son solo dos ejemplos de españoles que han triunfado fuera de España. Proceden del campo artístico, pero los hay (incontables) en todas las demás áreas. Científicos y científicas, arquitectos, escritores –y no sólo ahora, también en el pasado: Don Benito Pérez Galdós gozó en vida de un prestigio comparable a Dickens por toda Europa y Doña Emilia Pardo Bazán fue elogiada y seguida por el mismísimo Zola-, médicos. Hay muchos ejemplos, decía, sin embargo es incuestionable que los españoles no tenemos la costumbre de tratar bien a aquellos de nuestros paisanos que han alcanzado la eminencia.

En Francia existe el panteón de los Hombres (y las mujeres) ilustres; en Inglaterra, uno puede darse una lección de Historia viva si visita la (solo aparentemente) modesta abadía de Westminster. En España, quizá porque el deporte nacional es la envidia, somos poco proclives a la elegancia que supone reconocer en vida los méritos ajenos. Y en la muerte, quizá el cargo de conciencia nos impide honrar a nuestros paisanos como se merecen.

¿Por qué? Quizá porque en España no hay tampoco cultura de la excelencia. El cuerpo social no recompensa suficientemente a aquellos indivíduos que alcanzan el mérito en sus profesiones y, por eso, quizá no hay un incentivo para que la gente se esfuerce en ser mejor.

Una pena, sin duda.

Besos de tu tío

(*)Ainara es la sobrina del autor

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