13 de Abril.- Una de las cosas que primero aprende el extranjero –o sea, mayormente porque no le queda otro remedio- es a escuchar. Cuando uno no domina el idioma, una palabra salvada de una frase puede ser la diferencia entre que la gente crea que uno es un tontolaba que no se entera de nada y que se confirme la suposición.
Cuando a uno ya no le hace falta concentrarse para entender, el hábito de tener todo el rato la antena puesta le queda.
Ayer estaba invitado a una fiesta. Una amiga, que ha terminado brillantemente sus estudios, había alquilado un castizo local de la capital viení y había invitado a sus amigos (unas cincuenta personas) a una merienda tipo bufé.
A estas fiestas viene gente muy diversa y, aunque no sea lo corriente en Austria, a veces alguien trae a alguna persona que es desconocida para el resto. Este fue el caso de ayer. Di que las personas que a mí me acompañaban estábamos sentados en el apartado para fumadores –ay, la esclavitud a la que estamos sometidos las minorías– cuando apareció un hombre de unos treinta y cinco años, dos metros de estatura, vestido de negro de la cabeza a los pies. El torso se lo cubría una camiseta de manga breve –ochenta por ciento algodón, veinte por ciento lycra-; las mangas de la prenda estaban sometidas a una cierta presión a causa de dos bíceps de tamaño familiar, de esos que denotan a las claras largas horas de gimnasio y mancuerna. El tipo se sentó a nuestra vera, las largas piernas extendidas en un ademán confianzudo; luego, sacó una pitillera del bolsillo de una chaqueta que llevaba en la mano. De la pitillera un cigarro puro, cuya punta cortó con una tijerita de las especiales que existen para esto. Miró a la concurrencia con una sonrisa de esas que se quedan en la parte inferior de la cara y no llegan a empapar los ojos y entró en la conversación como si tal cosa.
Cuando tocó la hora de irse, los circunstantes habían bebido unos cuantos vinos y el alcohol, ya se sabe, desata la lengua. Uno de los presentes charlaba con el desconocido que ya se iba. El fumador de puros estaba de pie y el otro, de hechuras más modestas, estaba claro que le miraba con esa envidia mal disimulada que los hombres reservamos para aquellos de nuestros semejantes que intuimos que son un objeto sexual apetecible. A lo largo de la conversación, el chico más del montoncillo deslizó un par de pullas a propósito de la prestancia física del otro, que hizo como que no las cogía.
Una vez el fumador de puros se hubo marchado, envalentonado por el alcohol, el de hechuras más modestas le preguntó a la chica:
-¿Qué pasa, no te gusta?
La chica le miró como si pensara que se estaba quedando con ella.
–No, las chicas no nos gustan esas cosas. Está…Hinchado.
Acto seguido, la austriaca hizo un canto a los cuerpos flexibles y naturales, a la belleza del hombre cultivado por el ejercicio físico de una manera poco escandalosa, y ponderó las excelencias de unos hombros anchos y un culo prieto dentro de un orden –vamos, lo que ya todos los científicos saben-.
Yo pensé “la mayoría de esos tipos que se pasan la vida en el gimnasio, aunque sean heterosexuales, cultivan sus bíceps para sí mismos y para otros hombres, no para las mujeres”, pero no hice ningún comentario al respecto, porque me pareció que el hombre estaba intentando tantear a la mujer con el propósito de llevársela al huerto. En esas situaciones, por supuesto, es mejor callarse por si el cazador interpreta la interferencia como un intento de espantarle la presa. Continuó la conversación a propósito de aquellas cosas que les hacen tilín a las austriacas. Se unieron más chicas a la conversación, subió mi interés. Salió, como no podía ser de otra manera, el acento extranjero. Una encuesta rápida sacó a relucir que a las austriacas les gustan los hombres que maltratan el idioma –lectores, tomad nota-, el acento francés (!) sacó algunos votos más que el resto, pero quedó claro que cada una tenía en esto su personal fetichismo. Las había que se morían por el acento berlinés, calificándolo de sexi (en fin, para gustos los colores); otras, en cambio, preferían la manera que tenemos los del sur de no dar pie con bola con el acusativo. Salió el encanto indudable de un amigo mío que las enamora (está hecho un “héroe de las mujeres” como dicen aquí).
El que había iniciado el tema escuchaba perplejo la conversación. Mientras escuchaba, pensaba yo en lo poco que los hombres conocemos el alma de las mujeres.
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