En donde el bloguero se enfrenta al siempre aventurado trance de cortarse el pelo en Viena.
27 de Julio.- Aunque sea una vulgaridad empezar un post hablando del tiempo, hoy es que hay que decirlo:en Viena hace un calor que sudan la gota gorda hasta las estatuas. Y mañana, por lo que parece, será todavía peor.
Esta mañana, antes de encontrar una sombra bajo la que meditar sobre el cambio climático, he ido a cortarme el pelo.Ya me hacía falta, porque hacía semanas que llevaba unas guedejas y unos rabos de rata que para qué las prisas. Antes de seguir, quizá debiera de decir que yo soy muy impaciente y que, la mera perspectiva de tener que llegar al peluquero, y esperar…Y bueno, me pone de los nervios. Así que procuro que el trance mensual del esquile sea cuestión de llegar y besar el santo. No siempre es fácil, sin embargo.
Hoy, debe de ser que me ha ayudado la calorina que hacía porque, de camino al cajero, he pasado por una peluquería nueva (turca) y he visto que el profesional de la tijera estaba afeitándose (eléctricamente) frente a uno de los grandes espejos de la peluquería.
Ni corto ni perezoso, he entrado en el establecimiento.
-Perdone…¿Está usted solo? O sea…¿Soy el único cliente?
El hombre, con el ceño fruncido, la máquina cortapelos todavía en la mano, me ha contestado con un sonido inarticulado pero obviamente interrogativo.
-Que si me puede usted cortar el pelo.
-Sí, sí –he interpretado yo que me ha dicho. Sin embargo, se ha vuelto y ha seguido afeitándose frente al espejo. Yo, me he quedado con cara de pasmao sin saber qué hacer pero, por si acaso, he esperado a que el hombre (cuarenta años, pinta de exconvicto) terminara de afeitarse.
Al cabo de un minuto eterno, el tipo deja la maquinilla (no limpia, por cierto, sus pelos en el lavabo de porcelana) y me indica con un gesto un sillón tapizado en cuero artificial rojo puticlub. Yo, palabrita del niño Jesús, no me he ido en ese momento porque me ha dado vergüenza. He reunido el escaso valor que uno tiene un sábado 27 de Julio a las once de la mañana y, acojonadito perdido, me he sentado.
-¿Cómo lo quieres? –de tú.
–Corto, a poder ser.
–¿Corto cómo? ¿Corto con maquinilla o corto con tijeras? –glubs.
–Corto con tijeras.
Sin decir esta boca es mía (solo “salamaleikum” a una señora que ha entrado a saludarle) nuestro peluquero me ha cortado el pelo en completo silencio. Yo he observado encima de la mesa los utensilios que él solo utiliza para los turcos (se algodón impregnado en alcohol que, como aprendí en una experiencia anterior, sirve para achicharrar esos pelos supérfluos que los hombres tenemos en las orejas) y me he sentido como un explorador que estudiase las costumbres de una tribu desconocida y de muy, muy, muy pocas palabras.
Al llegar a la parte más dolorosa para mí (esa parte superior del cráneo que ya empieza a delatar la experiencia de la vida que tengo) el tipo se ha dado cuenta de que, a pesar de todos mis intentos porque el proceso cesara, yo estaba sudando y un goterón de sudor estaba a punto de caerme de la nariz. Más que nada porque el sudor mío entorpecía su trabajo (se me pegaban los pelos) el colega, solícito a su modo, ha cogido la toalla que tenía puesta por los hombros mientras se estaba afeitando (marrón, sufridita o sea) y me la ha pasado por la cara. Yo he vuelto a tragar saliva:
-Grr…Gracias. Digo, danke.
El tipo, según su costumbre, ni mú. Pero eso es la masculinidad, se conoce: como Saza en aquella película, “el laconismo militar de nuestro estilo”.
Terminada para mi alivio la labor (yo mucho más aseadito, aunque con un aire vagamente militar) le he pagado (le he dejado un euro de propina y todo) y me he marchado.
Hasta la próxima.
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