¿Príncipes o Princesas? ¿Bellas o Bestias? ¿Damas o Vagabundos? o quizá ¿Príncipes y Vagabundas? ¿Bellas y Caballeros? ¿Fijamos nosotros las reglas del juego del amor o alguien las fija por nosotros?
13 de Noviembre.- Querida Ainara (*): hace dos fines de semana, cuando llamé a casa de tus abuelos, estabas viendo La Dama y el Vagabundo .
Me dio que pensar.
No pareces ser una niña del modelo princesita (aunque quizá sea pronto para hacer una afirmación tan lapidaria) de todas formas supongo que, como sucedía en mi infancia y sucede todavía en la tuya, en el caso de las niñas, entra dentro del pack un poquito de Cenicienta, otro poquito de Bella (de la Bella y la Bestia), un pellizquito de Ariel y, sobre todo, y si me permites el salto conceptual, un discurso amoroso muy determinado, que se resume en esas dos cosas que se repiten machaconamente en los estribillos de las pelis que salen del reino del ratón Mickey , o sea, aquello de “My dreams will come true” (mis sueños se harán realidad”) y aquello del “true love” (amor verdadero).
Los seres humanos aprendemos por imitación y la socialización consiste, en cierta medida, en que el mundo nos mete en la cabeza pautas de comportamiento para que las llevemos como equipaje a través de la vida. Unas pautas de comportamiento que muchas veces no se rigen tanto por el “ser” de la vida sino por un “deber ser” que le es más útil a determinadas instituciones que al indivíduo mismo.
Y sobre esa tensión entre lo que le es útil a la sociedad y lo que nos es útil a nosotros, sobrina, estamos todos construidos.
De manera que, cuando ciertas situaciones se presentan, actuamos más utilizando lo aprendido que conforme manda la lógica (y aún el sentido común más elemental).
Un ejemplo claro, ya te digo, son las relaciones amorosas.
Las películas suelen terminar cuando la mayoría de las historias de verdad empiezan. O sea, en ese momento en el que Bella y Bestia (transformado el bicho peludo en príncipe Timotei, porque en Disney la zoofilia no está bien vista) se dan el primer “beso de amor verdadero” (traducible también por “beso de amor para siempre”).
Bella y su príncipe reciclado, naturalmente, han acertado a la primera con la elección del objeto de su amor (Bella no ha tenido decepciones por haber conocido a ningún romeo con pinta de Justin Bieber y corazón de proxeneta, ni parece que el príncipe haya caido antes en manos de ninguna pelandrusca que le haya enseñado a renegar de las mujeres) y se sobreentiende que, después del The End, el estado en que se encuentran ahora, que Quevedo hubiera descrito como “de médulas inflamadas”, se mantendrá para siempre.
No suele ser así.
Vamos, no es así en el 99% de los casos y el camino a esa felicidad que prometen los cuentos es todo menos rectilíneo y se prueba y se tropieza, y uno se levanta para volverse a caer.
Sin embargo, la pauta aprendida, como un pertinaz resíduo radioactivo, queda en el fondo del cerebro destrozando la vida de muchas personas, que no son capaces de darse cuenta a tiempo de que están actuando de acuerdo a una programación ajena a ellos mismos.
Uno de los errores frecuentes que esta visión Disney del amor propicia es la confusión entre “querer mucho” y “querer bien”.
Cuando uno se enamora en la adolescencia suele querer mucho (si entendemos cantidad como igual a intensidad). Por poner un ejemplo que me toca cerca, y volviendo a citar a Quevedo, entre los quince y los veinticinco años mis médulas ardieron gloriosa y frecuentemente (vamos, con el ardor de mis médulas se hubiera podido iluminar todo el Real de la Feria de Sevilla).
Me enamoraba mucho (no muy frecuentemente, pero sí con mucha profundidad) y cuando la cosa terminaba malamente, siempre pensaba que, la próxima vez, sería la definitiva porque, en algún lugar, me estaba esperando esa persona que ya soñaba conmigo sin conocerme.
Durante mis enamoramientos de entonces, yo me juzgaba un plusmarquista del amor porque quería mucho. Pero la potencia sin control no sirve de nada, está visto. Porque quería mucho, pero quería muy mal ya no quería a la persona que tenía frente a mí, sino a un personaje que yo me inventaba de acuerdo con mis necesidades y carencias de aquella época.
Me costó escribir una cantidad de sonetos (que no están mal, por cierto) el comprender que, quizá, aquellos amores imposibles y difíciles también eran una manera (retorcida, muy poco práctica) de conseguir de los demás un amor que yo no me tenía a mí mismo (ahora, mi trabajo me ha costado, me caigo aceptablemente bien).
Y es que, sobrina, el que sufre por amores siempre obtiene simpatía. Un premio de consolación pobre, pero premio al fin y al cabo.
¿Y qué es querer bien? Pues querer bien es querer como si uno no se diera cuenta de que la persona que tiene enfrente tiene defectos pero, al mismo tiempo, tenerlo siempre presente. Querer bien es vivir loco de amor y plantearse la vida con un sano “bueno, lo hacemos y luego ya veremos” pero, al mismo tiempo, manteniendo la cabeza fría. Querer bien es no perder la pasión, pero construir al mismo tiempo un orden. Querer bien es vivir entregado sin reservas pero, al mismo tiempo, defenderse, guardar un último reducto interior.
O sea, vivir en la contradicción conscientemente.
Besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
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