Y nada más que la verdad

SantosHoy, en Roma, se ha producido la canonización de Juan Pablo II y de Juan XXIII. Viena Directo te cuenta lo que nadie más te cuenta. Para que sepas a qué atenerte.

27 de Abril.- El viernes, mientras me afeitaba, escuché, como todas las mañanas, el informativo de Radio Niederösterreich. En él, se daba cuenta de las medidas que la policía austriaca había tomado para evitar que la previsible avalancha de peregrinos con destino a los actos de canonización de hoy se convirtiese en el rosario de la aurora (y nunca mejor dicho que en este caso).

Gracias a la diligencia de los agentes de tráfico, parece ser que el peligro ha sido conjurado y que los ciudadanos de los países del este han podido llegar a la ciudad de Roma sin más problemas, para asistir a la santidad turbopropulsada (¡Santo subito! ¡Santo subito!) de, por lo menos, un papa más que discutible.

La intrahistoria del viaje papal

Mientras terminaba de afeitarme, recordé un encuentro fortuito y con tintes irreales que tuvo lugar cuando yo vivía en Madrid y Austria era todavía para mí solamente ese lugar de contornos imprecisos en donde el perro Rex tenía su casa.

Ya lo aviso: fue uno de los encuentros más raros que he tenido en mi vida aunque por ética –y por la seguridad de la amiga que lo propició- no puedo dar nombres, ni más datos que los que voy a contar ahora.

El señor protagonista de este relato real era uno de los responsables de la organización de la última visita de Juan Pablo II a España (3 y 4 de mayo de 2003, un viaje necesariamente breve, porque Juan Pablo II ya estaba muy enfermo entonces).

El caballero que nos contó lo que podríamos llamar “la intrahistoria” de aquel viaje papal era un señor culto, refinadamente malvado y con la afilada lengua de portera que sólo puede tener una persona para la que la Iglesia es como el FC Barcelona, o sea “més que un club”. Ese sitio en donde mover influencias y en el que Dios representa solamente un papel secundario en la trama de la obra.

Nuestro hombre se sabía importante –aunque probablemente lo era mucho menos de lo que él pensaba- y actuaba como tal. O sea, que se comunicaba con la gente como Luis XIV.

Mi amiga estaba entonces vinculada con él digamos que más o menos laboralmente y yo…Bueno, yo era una hormiga en comparación con los dos ¡Qué digo, una hormiga! Un paramecio.

El relato de un paramecio

Supongo que por esa razón, o sea, por pensar que yo no era una persona ante la que mereciera la pena callar, este señor no se molestó en utilizar las cautelas que se usaban en su ambiente para hablar de cosas que, aunque nunca admitidas oficialmente, eran un secreto a voces.

Por ejemplo: que el Papa Juan Pablo tenía ya entonces las facultades mentales muy mermadas, que hacía falta someterle a complicadísimos tratamientos médicos para que aguantase sentado las dos horas que, como mínimo, duraban los actos a los que le sometían; que se advertía a las personas que tenían que trabar relación con él de que no le hablasen demasiado “para no cansarle” (aunque en realidad quizá fuera para que no se notase que, en aquel atardecer de su pontificado, Juan Pablo II era poco más que un muñeco de ventrílocuo a través del cual hablaba una camarilla que, en algunos casos, era de todo menos recomendable).

Mi interlocutor, como el asesino que no puede resistirse a explicar las circunstancias concretas de un delito en el que se ha visto envuelto, contaba y no acababa sobre los caprichos  del costosísimo equipo de geriatras, neurólogos y especialistas en enfermedades degenerativas que acompañaba al Papa en sus viajes, siempre preparados para actuar ante cualquier emergencia, encargados de velar por una salud que se sabía frágil y cuyo mantenimiento, muchos en las alturas del la Santa Sede, concebían como una garantía para poder seguir ocupando unos puestos que les garantizaban poder e influencia.

Totus tuus

Dos años después, en 2005, Juan Pablo II falleció (yo ya había decidido venirme a vivir a Austria).

La noche en que acaeció la muerte del Papa, yo estaba con otros amigos, viendo Telemadrid. Recuerdo a una azorada locutora intentando encontrar en la explanada de la catedral de La Almudena a algún joven que no estuviera haciendo botellón (era viernes, creo, así que misión imposible) y, por lo tanto, que le contara algo coherente sobre el que, ya entonces, empezaban a llamar “el papa magno”.

La pobre señora, azuzada, supongo, desde la Ciudad de la Imagen, repetía: “Los jóvenes, el Papa ha estado siempre con los jóvenes ¿Cómo ven los jóvenes la muerte del Papa?”.

Y desde hoy, el muerto es santo. Lo que es la vida.

En estos días pasados hemos tenido que leer muchas cosas, por ejemplo, que el papa (que, probablemente, pasó sus últimas horas intubado y en coma) murió “lúcido y consolando a la gente que tenía alrededor”. En fin. Pobre viejo que no se mereció que nadie tuviera con él un poco de misericordia.


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