La señora de su castillo (primera parte)

Patio del reyHay veces en que la vida te abre una ventana de felicidad cuando tú menos te lo esperas. Hoy, por ejemplo, ha sido uno de esos días.

24 de Agosto.- Di que iba yo en compañía de un amigo a visitar un mercadillo medieval con la intención de hacer unas fotos. Di que ibamos por una carretera sencundaria cuando mi amigo, casi por casualidad,reparó en un edificio de pasado indudablemente esplendoroso, pero que tenía todo el aspecto de estar deshabitado. Redujo mi amigo la velocidad y quedamos los dos ante una portada señorial, rematada por un escudo. A los lados, dos imágenes sagradas. De un lado, el San Juan Nepomuceno que es usual encontrar en los cruces de caminos, del otro, un santo sin nombre.

Estábamos dando vueltas por delante de la fachada de la propiedad, reparando en las ventajas ojivales y en los desperfectos que el tiempo había causado cuando, de pronto, se abrió el portón del caserón y apareció una mujer muy guapa, ojos azules de mirada intensa, melena color caoba encrespada y recogida con una pinza, acompañada de dos rottweiler.

La dama, circunspecta, nos preguntó lo que hacíamos por allí merodeando. Me quedé yo más o menos cortado –para mí, como para alguna otra gente, tiene la cultura algo de placer prohibido– pero mi amigo, con mucho desparpajo, le explicó a la señora exactamente lo que había pasado sin poner ni quitar nada:

Es que hemos pasado delante de la puerta y al ver el edificio, no hemos tenido más remedio que reparar en él y pararnos a verlo. Es precioso.

La señora, sonrió y, sencillamente, nos dijo:

-¿Queréis verlo? Pues nada, pasad.

Antes de franquearnos la puerta de entrada, nos preguntó:

No tendréis miedo de los perros ¿Verdad?

-No, no, claro.

Entonces reparé en cómo iba vestida. Llevaba una camisa de franela, de hombre, que le estaba muy grande y resaltaba su aparente fragilidad Unos pantalones negros y unas zapatillas de color rosa, cómodas. De uno de los bolsillos de la camisa, la señora se sacó unas cuantas galletas para perro y nos dio un puñado a cada uno.

-Se llaman Ares y Attila. Dadles unas cuantas, la mitad a cada uno. Para que se hagan amigos vuestros. Otra cosa: en mi casa está prohibido correr y levantar los brazos. Si lo hacéis, ellos habrán considerado que la cacería está abierta.

Algo acojonados por la advertencia, le dimos las galletas a los rottweiler que, por lo demás, se comportaron como dos angelitos, las cosas como son. Gruñendo un poco, como si fueran los perros de una diablesa siguiendo a su ama, escoltaron a la mujer (y a nosotros con ella) hasta el interior de lo que, pronto nos dimos cuenta, era un castillo renacentista del que la señora era la única habitante. Dieciséis cuartos de baño, varias decenas de habitaciones y una única propietaria.

Después de invitarnos a un café y a un spritzer en un bar que había improvisado en una parte de los antiguos establos del castillo, la señora, la pasión brillando en sus ojos, nos explicó que, desde siempre, su sueño había sido ser la propietaria de un castillo como aquel. Mientras nos hablaba, con la pericia de un aparejador, de bóvedas, de asfaltos, de suelos barrocos, de escaleras derribadas y vueltas a reconstruir y de los mil y un achaques de su castillo (el cual, en las partes más antiguas, databa del siglo XVI), mi amigo le explicó que yo tenía un blog (o sea este) y yo le pedí permiso para contar su historia.

La señora pareció bastante halagada con la perspectiva y, después pensárselo un poco, consintió.

Mientras nos iba explicando los usos y la época de construcción de las diferentes habitaciones de la planta baja también nos contó el modo en que había llegado a ser propietaria de aquel edificio el cual luchaba a brazo partido para mantener en pie y en un estado de revista mínimamente aceptable. Cuando había considerado que tenía suficiente dinero como para intentar cumplir su sueño de comprarse un castillo, había cogido un mapa y, tomando como centro Viena, había ido conduciendo en círculos visitando todas las propiedades en venta y preguntando el precio.

La primera visita al castillo que había terminado por pertenecerle había resultado infructuosa. El castillo se vendía no solo con los edificios antiguos, sino con varias casas adyacentes (reformadas en los años ochenta del siglo pasado y que ofrecían un aspecto reluciente que a ella le daba repeluznos) y con un montón de edificaciones destinadas a un uso agrícola completamente incongruente, porque el castillo hacía casi un siglo que no tenía tierras que dependieran de él. Un año más tarde, a punto de tirar la toalla, volvió a intentarlo y, al tratar de negociar la compra de nuevo, supo que los propietarios, a su vez desesperados por soltar el lastre de aquel caserón destartalado que no encontraba comprador, habían fraccionado la propiedad en tres partes. Por un lado, los chalets relucientes que no tardaron en encontrar quien los quisiera, por otro lado, las casas de labranza y, por último, el castillo , lleno de goteras y que aún conservaba huellas frescas de su último uso: cuartel y campo de maniobras para tropas más o menos bisoñas.

Nuestra mujer no cupo en sí del gozo y, tras ajustar el precio y tomar posesión de su adquisición, se lanzó a la tarea de devolver su castillo a su estado más o menos original.

No lo tuvo fácil. Mientras nos paseaba a mi amigo y a mí por la primera planta del edificio,nos estuvo explicando la cantidad de cemento que había tenido que demoler para liberar a su querido castillo de la costra que había enmascarado los maravillosos suelos barrocos, los empedrados en donde aún se veían las huellas de las ruedas de unos carros anteriores a la revolución francesa, el asfalto que habia reducido las bóvedas amplias y resonantes a humildes cuchitriles. A cada paso,nos contaba los ambiciosos planes que tenía para restaurar y darle nuevo uso.

Matilde

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