La señora del castillo (cuarta parte)

CastilloContinúan nuestras aventuras en el castillo austriaco semiabandonado. Quien quiera refrescarse la memoria, no tiene más que pinchar aquí. Primera parte, segunda y tercera.

4 de Septiembre.- Quizá fuera porque, a aquellas alturas –eran como las seis de la tarde- tanto mi amigo, como yo, como la señora del castillo, experimentábamos en el cuerpo los efectos de lo (poco) que habíamos comido y lo que habíamos bebido –en mi caso, un café cortado doble y dos copas de vino, mi amigo algo menos porque tenía que conducir– porque la situación empezó a tomar un cariz irreal. El sol caía por detrás de los sauces que servían de telón de fondo al bar. El patio solitario, empedrado en el siglo XVIII, empezaba a quedar en sombra, las habitaciones gigantescas, con las lámparas apagadas, parecían escenarios abandonados a toda prisa por un grupo de personas que, acechadas por algún peligro inminente, no hubieran tenido ni siquiera tiempo de recoger lo imprescindible.

Los dos perrazos, entretanto, se habían echado a dormitar a los pies de su ama.

Y a mí, queridos lectores, me entraron de pronto unas enormes ganas de orinar (la ingesta, se conoce) ¿Dónde está el baño? Pregunté y ahí me enteré de que en aquel caserón había dieciséis. Nada más y nada menos.

Acto seguido, seguí el camino que me indicaron. Atravesé un salón comedor, capaz para veinte personas, con una larga mesa de caoba y un ajuar completo de muebles estilo imperio –las mesas sostenidas por patitas de león de bronce dorado-, giré a la derecha en lo que había sido otro salón barroco que, en el siglo XIX, había sido dividido por la mitad mediante un muro solo derribado a medias (dos lámparas apagadas apuntaban a la zona en la que, en días de diario, se realizaban los trabajos). Después llegué a un larguísimo corredor con las paredes pintadas de escarlata, de cuyas paredes colgaban vistas antiguas del castillo. A pesar de que tenía la vejiga a reventar, me paré a mirar todas las fotos con atención. Reconocí el patio, la fuente, las lápidas funerarias romanas incrustadas en las paredes.

Por las imágenes, casi todas de finales del siglo XIX, con el castillo como telón de fondo, desfilaba un ejército de difuntos, sombras presas en la emulsión de nitrato de plata, realizando trabajos sin importancia. Un hombre irreconocible –el largo tiempo de exposición necesario entonces, garantizaba fotografías movidas- un hombre irreconocible, decía, atravesaba el patio empujando una carretilla. Había niños jugando al aro, las cabecitas del tamaño de una moneda de un céntimo, las bocas abiertas en una expresión involuntariamente vacuna, las caras ingénuas de quien todavía no es consciente de que cada foto es un grano del arenal de la eternidad.

De pronto, aquella tropa de fantasmas, me dio miedo. La temperatura del pasillo había bajado súbitamente, empezaba a notarse el fresco del atardecer. Calculé que, como no me diera prisa, iba a tener que buscar el cuarto de baño en la oscuridad. Yo no soy aprensivo, pero la verdad es que la perspectiva de tener que andar a tientas en un sitio en donde había dos rottweilers sueltos no me hizo nada feliz así que, después de rechazar un retrete panelado de madera y tapizado de verde musgo –había donde elegir- encontré un wáter muy noble, como un trono, todo de madera menos la taza, que era de porcelana. En la cabecera del trono, una larga poesía en francés, del tipo anticuado, entre escatológico y gracioso, que solía usarse para estos casos.

Mientras meaba, la traduje mentalmente –qué alegría haber aprendido francés cuando estuve a tiempo-. El poeta se dirigía a quien utilizara el baño y aludía a los productos de su sistema excretor como a una “carga” de la que venía a deshacerse a aquel lugar. En realidad, el laconismo español había parafraseado la complicada prosa escatológica francesa mucho más eficazmente. El sentido del poema, igual que el del célebre dicho, era: “caga tranquilo, caga contento, pero caga dentro” (con perdón).

Liquidado el negocio que me había llevado al “salón del trono”, me perdí por los salones destartalados en penumbra (antiguos muros de carga apuntalados con barras de hierro, herramientas que esperaban sin duda a los obreros que las habían dejado abandonadas) y, sin saber realmente muy bien cómo, volví a aparecer en la biblioteca, la cual también estaba empezando a quedarse casi totalmente a oscuras. Con cierto alivio, volví a encontrar a la señora del castillo, la cual charlaba animadamente con mi amigo. Entre los dos, una fuente de gusanitos. Al verme, me recibieron como si acabara de llegar de un largo viaje.

Aquello se alargaba y a mí la situación empezaba a preocuparme. Intercambié con mi amigo una expresiva mirada que la señora, que estaba a todas, cazó inmediatamente.

-¿Tenéis hambre? –preguntó.

Nosotros tratamos de rechazar cortesmente su invitación. En español, para que no nos entendiera, yo le dije a mi amigo:

A la mujer esta, habrá que decirle en algún momento que nos vamos, ¿No? Porque a mí tanta hospitalidad me da ya como cosa.

La señora no quiso hacer caso de nuestra reticencia y, quitándose la pinza que llevaba en la melena pelirroja y volvíendosela a poner dijo:

-Nada, nada. No quiero excusas. Vamos a cenar.

 

 


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Comentarios

Una respuesta a «La señora del castillo (cuarta parte)»

  1. Avatar de Amelche
    Amelche

    Madre mía, cómo se está poniendo esto… Y cualquiera le dice que no, con los dos perros allí…

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