La apertura de fronteras está obligando a los austriacos a acostumbrarse a realidades con las que todavía no saben bien qué hacer.
16 de Septiembre.- Uno de los problemas que tenemos los que intentamos ser decentes es que, a fuerza de intentar portarnos bien, se produce en nosotros una especie de ceguera para la maldad la cual, en determinados casos, puede tener consecuencias muy peligrosas para nosotros, porque el mal no descansa nunca y adopta siempre formas nuevas. Esto se traduce que, en el espectro de la realidad, nuestros instrumentos de percepción se enfrentan a determinados ángulos muertos, que no percibimos pero que están ahí, amenazantes para nosotros o para personas que sufren las consecuencias de esa maldad sin que nosotros nos demos cuenta.
En el ángulo muerto
Lo que sucede a escala individual, también funciona a escala de una sociedad o de un país. En los países pobres, la lucha por la vida, la explotación del hombre por el hombre, la imposición del fuerte sobre el débil, adquieren muchas veces una violencia y una dureza que es desconocida en los países que disfrutan de un nivel de vida más pudiente. Sucede así que, cuando determinados fenómenos de los países pobres se reproducen por alguna razón en los países ricos, las sociedades pudientes se encuentran indefensas porque, de alguna manera, su ordenamiento legal no puede concebir que cierto tipo de aberraciones puedan producirse.
Por ejemplo: cuando yo llegué a Viena no había mendigos por las calles. Austria era (aún lo es) una isla de riqueza que limita al este con una serie de países que no disfrutan del nivel de vida que, para los austriacos, es una cosa normal. Dos años después de llegar yo, se abrieron las fronteras y los vieneses (no solo, también los habitantes de otras grandes ciudades austriacas) tuvieron que acostumbrarse a la nueva realidad de que hubiese pobres (búlgaros, rumanos) que intenten aligerarnos de lo que nosotros nos sobra a cotas de entre cincuenta céntimos y un euro. Poco dinero para nosotros, una pequeña fortuna para ellos
El ordenamiento jurídico austriaco se ve impotente (de momento) para hacer frente a ciertas cosas que, hasta hace poco, eran desconocidas aquí. Por ejemplo que redes organizadas traen hasta Viena mendigos desde Rumanía. Los pobres desgraciados vienen en condiciones muy precarias, en furgonetas, pagándoles (encima) a los capos de las mafias por que les traigan aquí. Luego, trabajan doce horas diarias pidiendo por las calles (según algunas fuentes, un mendigo laborioso puede sacarse varios cientos diarios), les dan a los explotadores la mayor parte de sus ganancias y luego los capos, como el honrado granjero que tiene a sus gallinas en el gallinero, les tienen en casas cuyo estado está muy por debajo de lo habitable y que, encima, les alquilan a los mendigos, a los cuales les queda un pequeño margen que, sin embargo, es mucho más de lo que ganarían en sus países.
En el caso de que algún mendigo quiera abandonar la red, o bien se ve imposibilitado porque la mafia tiene los instrumentos necesarios para convencerle o bien porque se trata en muchos casos de personas con una minusvalía o que no saben el idioma o a las que han convencido de que, por sí mismas, no valen nada.
Los amos condenados
El ordenamiento jurídico austriaco se ve en serias dificultades para atajar estas cosas porque ya no hay controles en las fronteras como los había antes y, aunque parezca mentira, resulta difícil probar la conexión entre los mendigos y sus explotadores, que se cuidan mucho de que los alquileres, por ejemplo, tomen la apariencia más inocente.
No siempre los explotadores tienen tanto éxito en ocultar su fechoría y es algo de lo que hay que felicitarse. Hoy, por ejemplo, ha sido condenada a varios años de prisión una pareja de origen rumano que tuvo esclavizado durante años a un compatriota (el hombre perdió las dos piernas y un brazo en un accidente) al que pegaban y maltrataban para que pidiera durante catorce o quince horas diarias. Con el producto de su explotación, que ellos disfrazaron cínicamente de “amor al prójimo” (le tenemos recogido porque el hombre no quiere vivir más con su familia) estos personajes dickensianos reformaron su casa de vacaciones en Rumanía con lo que le sacaron al pobre compatriota el cual, al final, pudo salir del círculo vicioso de su explotación.
Quisiera terminar diciendo que yo nunca doy dinero a las personas que me piden. Generalmente, compro algo de comer y se lo doy a la persona para que, si está hambriento, se remedie. Por supuesto, tampoco le doy dinero a nadie que utilice a niños para pedir.
¿Has escuchado ya el Zona de Descarga de esta semana? ¿Todavía no? !Y a qué esperas! Media hora de risas y diversión te aguardan.
Deja una respuesta