En estos días se estrena la película protagonizada por Helen Mirren, rodada en Viena, y el bloguero sostiene una opinión algo políticamente incorrecta sobre ella.
10 de Abril.- Hace algunos meses se rodaron en Viena algunas escenas de la película “La dama de Oro” con Helen Mirren en el papel protagonista. Con tal motivo, la actriz inglesa, a quien la fama le ha llegado ya de mayor después de una carrera larga en teatro y televisión, revolucionó discretamente la capital que el Danubio riega con sus aguas dizque azules. Luego, como es una señora muy eficaz, se fue con la música a otra parte.
La película cuenta la historia (supongo que convenientemente embellecida) de la lucha de la nieta de Adele Bloch-Bauer por recuperar el retrato de su abuela que pintó Klimt y que colgaba, hasta 2006, en el Belvedere de Viena. El cuadro fue expoliado por los nazis y, después del turbión de la guerra mundial, fue “adoptado” por el Estado austriaco el cual convirtió a la Adele en una especie de símbolo nacional, en una Monalisa transalpina.
La historia del cuadro es simple y complicada al mismo tiempo. Adele Bloch-Bauer fue una de las damas hebreas más influyentes de su tiempo y, como solía suceder con muchas de las personas de su época y medio social fue una activa mecena de las artes. En esta tarea, “esponsorizó” a Klimt y, según las lenguas de doble filo, Klimt no solo la convirtió en su musa, sino que también tuvo un romance con ella que cristalizó no solo en la Adele dorada, sino en varios cuadros más.
A la muerte de Adele Bloch-Bauer, en 1925, sus Klimts siguieron colgando en su casa hasta que llegaron los nazis. Bloch-Bauer había dicho en su testamento que los cuadros serían, a su muerte, propiedad de su marido y que, después, era su deseo que fueran cedidos al Estado austriaco. Naturalmente, antes de la muerte del esposo, sucedió lo que sucedió con el tito Adolfo y sus boys, y en 1942, el heredero hizo un nuevo testamento en el que le dejaba los Klimts de su santa a cada uno de sus hijos (a Klimt por hijo) y al Estado austriaco, que no había sabido (o podido) protegerles del nazismo, que le zurcieran.
El pleito empezó en 1996 y duró diez años, durante los cuales la sobrina de Adele Bloch-Bauer luchó todo lo posible por recuperar el cuadro. El Estado austriaco se amparaba en el derecho que le daba el testamento de la retratada en tanto que la heredera aducía el testamento de 1942 para reclamar el cuadro (naturalmente, también aducía los crímenes del nazismo y, por extensión, aunque no se dijera, el derecho a “reparación” que le daba el sufrimiento y las pérdidas que el nazismo había acarreado a su familia).
En 2006, una corte de arbitraje dio la razón a la señora que interpreta Helen Mirren en la película, la cual se apresuró a venderle el cuadro al Sr. Lauder, el propietario de la multinacional cosmética y a subastar los otros Klimts de su propiedad en Sotheby´s.
La Adele salió del Belvedere para no volver más y ahora cuelga en un museo de la quinta avenida de Nueva York y el Sr. Lauder, su propietario, no quiere que vuelva a ser prestada a Austria (más que nada porque el museo del Sr. Lauder no tiene más atractivos que la Adele).
Personalmente, pienso que es justo que se resarza a las víctimas del nazismo de los crímenes terribles de aquella época pero, al mismo tiempo, no puedo evitar sentir cierto repelús cuando, para que se haga, los damnificados se rasguen las vestiduras y aduzcan razones familiares y sentimentales y luego, como en este caso, cuando han recuperado los objetos de sus seres queridos corran a Sotheby´s a convertirlos en pasta.
Comprendo que cualquiera tiene derecho a vivir una jubilación dorada si la vida le da esa oportunidad, pero pienso que las obras de arte, y más las obras de arte de fama universal, como la Adele, deben estar en un museo. Y, a ser posible, en un museo público. En una gran institución como el Prado o el Kunsthistorisches que cuenten con los recursons necesarios para su conservación y mantenimiento.
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