El bloguero no dejaría por (casi) nada del mundo de escribir Viena Directo cada día. Serían demasiadas cosas agradables las que se perdería
15 de Abril.- Querida Ainara (*): escribir Viena Directo todos los días es un trabajo que, a ratos, se hace cuesta arriba. Muchos días hay en donde se me resiste la tarea diaria de encontrar un tema y desarrollarlo con más o menos acierto. Aún así, lo hago con muchísimo gusto, porque el blog me ha dado, en estos casi diez años, muchísimo más de lo que yo he puesto en él (y mira que he puesto). Sobre todo, Viena Directo me ha facilitado el contacto con gente estupenda que, muy probablemente, no hubiera conocido de otra forma. Gente muchísimo mejor que yo, y te lo digo sin falsa modestia, a la que me une una relación de (lo sé, me consta) mútuo afecto.
Hoy, quisiera mandarle desde aquí, antes de entrar en materia, un saludo a uno de esos lectores que, desde ayer, es amigo y no solo porque Facebook lo diga. Él sabe quién es y como, sospecho, es una persona que es ciertamente celosa de su intimidad, no le nombraré. Con que le llegue el saludo por esta vía, basta.
Ayer, durante unas horas, esta persona dijo delante de mí verdades como puños, que me han dado mucho que pensar. Pasaré por encima de la mayoría de ellas, que quizá necesitarían más explicaciones de las pertinentes y me concentraré en una cosa por la que yo siempre he intentado regir mi vida y que, a ratos, resulta difícil de entender para mucha gente.
A ver si me explico: en esta vida, Ainara, cuando quieras saber qué es lo más inhumano, entendiendo por inhumano lo artificial, lo que es ajeno a nosotros mismos, a lo más esencial de la persona, lo único que tienes que hacer es pararte, mirar y reparar en aquellas cosas en las que la gente insiste más.
En Austria, una de las cosas en que la gente insiste más es en el escalafón. Es una manía/tontería nacional, que sirve de piedra de toque a otras naciones más “modernas” (aunque solo en apariencia). El austriaco, y quizá haya austriacos que me lean a quienes les moleste esto, pero lo digo con cariño, es un poquito inseguro, y necesita ese refuerzo constante de que le estén llamando “magister” o “doctor” o, simplemente, señor o señora. Es como si para alguna gente, en esta tierra llena de gente inteligente, la inteligencia propia fuera menos inteligencia si no fuera acompañada de un título o de un tratamiento.
En los españoles, sin embargo, esta soberbia (ridícula, como todas, dada nuestra insignificancia) alcanza una vuelta de tuerca mayor y, en mi patria, existe lo que yo llamo “el tuteo de los poderosos”.
Todas las personas (generalmente las más pelotas) que están cerca de alguien gordo o que lo quiere ser (y no en el sentido más evidente de la palabra) se complacen en demostrar que le tutean o, simplemente, en llamarle solamente por su nombre de pila. El aludido, se deja llamar así también disimulando la sonrisa de quien tiene la sartén por el mango y, mientras todo va bien, se mantiene esta apariencia de camaradería y de confianza.
Yo odio este tuteo falso, Ainara. Lo odio con toda mi alma y prefiero mil veces el usted austriaco y el señor, y su herr doktor y su frau magister y sus berenjenas en vinagre. Primero porque, como soy muy raro, siempre pienso que ese tuteo falso, relamido, pelota, es en realidad la muestra de una enorme soledad de la persona a la que se tutea. Una soledad digna de compasión. El personaje importante no puede ser amigo de sus subordinados ni mostrar favoritismo por ninguno de ellos y, en cierto modo, trabaja todo el rato en un entorno hostil. Para aliviarse, “compra” con esa ficción de trato igualitario ese afecto que los otros le dispensan y crea la ilusión de que esa distancia se ha disipado en el tuteo. Pero esa distancia sigue existiendo y, basta que haya un problema de suficiente importancia para que salga, desagradable, molesta, sin careta. Como un alfiler que uno se encontrase en el relleno de la almohada.
También tengo que reconocerte, Ainara, que entre las pocas rebeldías que me quedan (y entre las que, sospecho, le quedan a mi nuevo amigo también) está la de admirar (y demostrar mi admiración) solamente a quien yo crea honradamente que es merecedor de ese homenaje. Puedo decir con un orgullo que a lo mejor también es un poco fátuo a estas alturas, que yo trato a todo el mundo con la misma educación y la misma cordialidad, pero la llave de la habitación de mi corazón en donde se guarda mi respeto y mi admiración no la doy tan facilmente. Y cuanto más viejo soy, más tacaño soy dando copias de esa llave.
Ayer aprendí muchas cosas y quisiera agradecérselas a quien me las enseñó, pero también me reafirmé en algo que mi interlocutor cree sinceramente y es que todos somos hermanos, por lo tanto merecedores del mismo buen trato y, utilizando sus palabras, que “la sonrisa es un lenguaje universal”. Que no se te olvide, Ainara.
Besos de tu tío
(*) Ainara es la sobrina del autor
Deja una respuesta