Nunca, en toda la Historia de Europa, hubo metro y medio de hombre en donde el coraje y el talento estuvieran tan presentes
21 de Abril.- Todavía no he escrito sobre él y, sin duda, se puede decir que, en toda la Historia de Austria, no se vió nunca metro y medio de hombre más belicoso, ni con mayor talento político. Tanto, que se hizo perdonar cosas por las que otros lo pasaban mal como, por ejemplo, su más que notoria homosexualidad, que parece ser que no disimuló nunca.
Me estoy refiriendo al príncipe Eugenio de Saboya, conocido en estas tierras como Prinz Eugen y cuya memoria viva queda en uno de los palacios más hermosos de Viena y del que también, seguramente, tendremos ocasión de hablar esta semana: el Belvedere de Viena, escenario de otro momento histórico de la Historia austriaca cuyo aniversario se conmemora esta semana.
Pero no adelantemos acontecimientos.
Nadie daba un duro por él
Eugenio de Saboya (¿Oiga usted, la calle Saboya? Pues mire, si la pisa muy fuerte, puede que sí: lo siento, no lo he podido evitar) Eugenio de Saboya, decía, no era austriaco. Nació en París el 18 de Octubre de 1663, bajo el signo de Libra.
Se quedó huérfano de padre a los diez años y de madre, la verdad, como si lo fuera. Porque la señora, según cuentan las crónicas, eran un pendón “desorejao”. Durante un tiempo, fue incluso “favorita” (o sea, querindonga) de Luis XIV. Entre pitos y flautas, el joven Eugenio de Saboya no vio mucho a su madre, y fue educado por una de sus abuelas. Los historiadores de su época, quizá con el ánimo de embellecer la leyenda posterior del francés, le recordaban siempre como el borroso componente de una tropa de siete hermanos de los que, dados los antecedentes del putorcio de su madre, no se esperaba demasiado.
Luis XIV y el Duque de Saboya decidieron que Eugenio, como muchos segundones de su época, estaría destinado a la vida religiosa. Le engancharon a sendas abadías (dos) pero Eugenio no valía para la vida de enclaustrado (la pluma, se conoce, le tiraba más). Le llamaban “el pequeño abad” (en alusión a su reducida estatura) o bien Madame Lansien o Madame Simone, e incluso corrió el chiste de que “las mujeres no le incomodaban, pero dos pajes guapos eran más de su gusto”. Sea como fuera, a Eugenio de Saboya lo que le tiraban eran las espadas y los pistolones (si bien se mira, qué mejor manera de estar todo el santo día rodeado de hombres que trabajar en el ejército).
Eugenio cambia la sotana por las armas
Hizo saber Eugenio al rey Luis su deseo de convertirse en comandante de un regimiento, pero el rey poco menos que se le descojonó en su cara y le dijo que a dónde iba él de comandante de nada midiendo metro y medio y siendo tan escuchimizado (porque Eugenio, y se puede comprobar en el Arsenal de Viena, era un hombre tamaño llavero). Eugenio no se rindió, porque tenía el orgullo que tienen todos los hombres bajitos a los que les fastidia serlo.
En Julio de 1683, en Petronell, antigua villa romana en la Baja Austria actual, el hermano de Eugenio de Saboya, Luis Julio de Saboya, sucumbió a las heridas que le habían sido infligidas en una batalla contra los tártaros de Crimea, que andaban por ahí lucha que te lucha. Eugenio vio en el fallecimiento de su hermano una oportuidad de ascenso profesional. En secreto, dejó París y, esperando el mando del regimiento de dragones que su hermano había dejado vacante, se llegó a Passau, hoy en Baviera, en donde tenía su corte el emperador Leopoldo I, el marido, por cierto, de la infanta Margarita que retrató Velázquez en Las Meninas y, aprovechándose de sus contactos con la casa de Habsburgo (los mismos que, por lazos familiares tenía con los borbones franceses) “echó el currículum” a ver si sonaba la flauta.
Sonó, pero eso lo veremos en el próximo capítulo de esta apasionante historia.
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