Vanitas

La maquina del tiempoDesde que vivo en Austria la muerte se ha convertido para mí en algo mucho más familiar y menos temible de lo que era en España.

15 de Julio.- Querida Ainara (*) : desde que vivo en Austria pienso mucho más en la muerte de lo que lo hacía en España. Bueno, quizá no es verdad que pienso mucho más, sino que pienso de otra manera. De alguna forma, los austriacos me han contagiado su manera de ver el final que nos espera a todos. Entre eso y que, claro, uno va cumpliendo años, uno ha terminado por adoptar sobre el propio final y sobre el del resto de la gente una mirada que, por lo menos a priori, podría decirse que es entre resignada y neutral.

Sin embargo, ante determinadas cosas, uno no puede dejar de sentir una cierta melancolía, que quizá no es otra cosa que el residuo del instinto del animal que somos, ese que en el fondo piensa que el marcharse es una cosa que siempre le ocurre a otros ¿Para qué venimos aquí? ¿Qué sentido tiene todo esto? He visto Rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhauser, que decía el replicante de Blade Runner.

Este fin de semana he estado ayudando a deshacer la casa de un anciano que vivía solo y al que sus hijos han llevado a una residencia para que estuviera mejor atendido. Nuestra vida, Ainara, está limitada, pero es cierto que cada vez es más larga y en una casa normal no se le puede garantizar una calidad de vida decente a un anciano que haya alcanzado lo que los especialistas empiezan a llamar “la cuarta edad”. Este anciano del que hablo, Ainara, tiene suerte de todas formas: buena pensión e hijos que se preocupan por él, pero esto no quita para que todo el mundo sea consciente de que ha iniciado ya el “atardecer de su vida” y que el ocaso es una cuestión de tiempo.

Abriendo armarios, diferenciando lo que sirve de lo definitivamente inútil, uno no podía dejar de pensar en la vanidad de todas las cosas.

Aquellos objetos que para su dueño fueron importantes o que le resultaban preciados porque fueron el resultado, por ejemplo, de la decisión consciente de darse un capricho o, dentro de la austeridad, concederse un placer o un lujo, no eran para quienes deshacíamos la casa sino las cuatro chucherías que todos los ancianos guardan cuando ese presentimiento del final les hace apegarse a los objetos, acumular cosas como una manera de sentirse más enraizados en una vida que ya se les escapa como la arena entre los dedos.

Mientras inspeccionaba camisas, doblaba pantalones, cepillaba sombreros, cargaba con bufandas, camisetas interiores y calzoncillos largos, mientras releía el ritual de la misa del corpus de 1984, que había quedado doblado en cuatro en el bolsillo de un abrigo que olía a naftalina y a pasado, era inevitable que yo pensase en mí mismo ¿Cómo seré yo en el 2050, en el 2060? ¿Quién se encargará de hacerme el último servicio de pensar en el pijama calentito que me llevaré al hogar o quien se encargará de luchar con los médicos como nosotros luchamos con los médicos que atendieron a tu bisabuela María, para que no tiraran la toalla, con los ojos cegados por un cariño que nos impedía ver que ya no había nada más que hacer porque cuando se pasa el Cabo de Hornos de los noventa todos los días son un regalo?

También me sentía un poco mal, Ainara, no te lo oculto, por ser un extraño y por, en cierta forma, verme en la tesitura inevitable de tener que emitir un juicio sobre aspectos, aunque fueran muy pequeños, de esa vida que físicamente no se ha terminado pero en la que sucederán ya pocos incidentes espectaculares.

Como dijo una señora a una amiga mía, “Alt zu werden ist nicht schön” (Hacerse viejo no mola, más o menos). En fin, disfrutemos mientras podamos.

Besos de tu tío,

(*)Ainara es la sobrina del autor


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