Semmelweis o la importancia de lavarse las manos

maternidadNuestra historia de hoy tuvo un final misterioso y terrible. Hace justamente 150 años.

15 de Agosto.- En Viena hace un calor espantoso, pero nuestro tormento desde hace varias semanas tiene las horas contadas. Esta misma tarde, si los servicios meteorológicos tienen razón, las tormentas empezarán a aliviar un poco el bochorno y podremos (!Por fin!) pegar ojo –yo, lo que peor llevo, la verdad, es el no poder dormir por las noches-.

Quién sabe si quizá, en una tarde de hace ciento cincuenta años, las condiciones meteorológicas también eran como hoy, y había rayos, truenos y relámpagos y caían churrascos tormentosos. Hubiera sido el marco ideal para un crímen ¿Verdad? O, en cualquier caso, para una muerte misteriosa.

El muerto, en nuestro caso, era oficialmente un loco que estaba preso en el manicomio de Döbling, en Viena. Según algunos el muerto, que se llamaba Semmelweis, pudo ser víctima de una conjura de sus colegas de profesión, que nunca le perdonaron -suele pasar- que fuera más listo que ellos.

Hemos empezado por el final y eso siempre está mal, retrocedamos a la Viena de 1846.

Faltaban todavía dos años para que, en 1848, se produjese una revolución en Austria -país poco amigo de ellas- que terminaría con la coronación de un nuevo emperador, el joven (enmadrado y tímido) Francisco José pero, en aquellos tiempos convulsos, Viena ya había empezado a florecer y a aspirar a convertirse en un París más París que el mismísimo París.

En el corazón de Viena estaba el Hospital General (Algemeines Krankenhaus) el cual hoy es el (altes) AKH (o sea, el „Antiguo Hospital General“ porque en los setenta se construyó uno más moderno).

En 1846 llegó a este hospital, procedente de Hungría, el doctor Semmelweis, un joven y talentoso profesional a cuyas dotes de observación, como veremos dentro de poco, la Humanidad posterior le debe un montón.

En la época en que Semmelweis empezó a trabajar en el Hospital general uno de los dramas que afligían a la Humanidad era la mortalidad de las recién paridas.

Hasta un treinta por ciento de las mujeres que tenían un hijo no sobrevivían al trance. Morían de una fiebre que se llamaba fiebre puerperal (o sea, una fiebre que se daba en los días inmediatamente posteriores al parto).

Nadie sabía por qué y la teoría más extendida (incluyendo en los hospitales parisinos que en donde trabajaba la créme de la créme del star system médico de la época) era que las recién paridas morían porque, debido a un fallo de diseño de la mujer, se producía un atasco en los caños de la leche que producía una infección que llevaba al hoyo a las nuevas madres. Era una verdad extendida, que se creía a pies juntillas y nadie la ponía en tela de juicio. Nadie, menos Semmelweis, claro, al que no le convencía la explicación.

Entre guardia y guardia, el joven Semmelweis (que en aquella época contaba solo veintisiete años) se entregó a la titánica tarea de examinar todos los historiales de mujeres recien paridas fallecidas desde 1789 hasta sus días y se dio cuenta de que, sorprendentemente, las muertes habían aumentado exponencialmente desde que, en 1822 un nuevo director había modificado la organización del hospital permitiendo que los médicos asistieran a los partos más que antes (y al utilizar el verbo „asistir“ me refiero a que metieran mano en la tarea) ¿Habría alguna relación)? .

A esto que la muerte, gran aliada de los médicos de todas las épocas (es un síntoma inequívoco de que algo va mal) vino en ayuda de Semmelweis. En este caso el fiambre no fue una madre reciente sino un colega del propio Semmelweis, el médico legal Jakob Kolletschka. El médico se había cortado mientras estaba haciéndole la autopsia a un cadáver. La herida no se le curó y murió (probablemente de una septicemia) con los mismos síntomas que las pobres madres que entregaban su vida despues del parto.

!Eureka! Se hizo la luz en la cabeza de Semmelweis, el cual vio cómo los médicos que, por un lado examinaban a vivos y hacían autopsias de muertos, cuando terminaban de hacerlas se iban a ejercer con las señoras que acababan de tener niños. A veces, sin ni siquiera lavarse las manos. Resultado: los patógenos pasaban del médico a las pacientes y estas, las pobres, cascaban.

Así pues para probar su teoría, nuestro buen Semmelweis ordenó a sus estudiantes que, después de hacer autopsias se lavasen las manos y luego las desinfectaran con cloro (prácticas hoy de uso común). Las muertes bajaron de más de un doce por ciento a un humilde dos.

Duró poco la alegría en casa de Semmelweis, porque los demás colegas miraron su solución con notable desprecio (quizá porque era una solución que necesitaba de medios más bien humildes y poco maravillosos para ser puesta en práctica, y quizá porque también se sentían culpables de haber llevado a bailar con la parca a tantas pacientes).

Poco después, los estudiantes empezaron a abandonar la práctica higiénica impuesta por Semmelweis (¿Para qué querrá el loco este que nos lavemos las manos?) y poco a poco la cosa fue cayendo en el olvido.

Tras una estancia como profesor en Pest los médicos colegas de Semmelweis certificaron (literal) que estaba para que lo encerrasen y lo encerraron, en el manicomio de Döbling.A los cuarenta y siete años, después de pelearse con las vacas sagradas de la ginecología de su época, Semmelweis murió en circunstancias que siguen sin haberse aclarado. Irónicamente, su certificado de defunción dice que (oficialmente), murió de infección en la sangre (septicemia) producida por un pequeño corte.


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