La huella del crimen (en Viena): el “el Russendenkmal”

Empezamos hoy una nueva serie que combina el turismo con la crónica negra: famosos lugares de Viena con sus crímenes respectivos.

24 de Noviembre.- En Viena hay varios rastros de lo que fue el periodo de la ocupación de las cuatro potencias tras la guerra mundial última (rusos, americanos, ingleses y franceses). En la Schwarzenbergplatz (durante este periodo, plaza de Lenin) se encuentra el monumento que los rusos levantaron a los soldados del Ejército Rojo, conocido en el lenguaje de la calle como „Russendenkmal“. Extinta la Unión Soviética a primeros de los noventa del siglo pasado, las autoridades austriacas hubieran querido muy bien desmantelar semejante mamotreto (además de la placa que conmemora la estadía de Stalin en esta bonita capital, cerca del Palacio de Schönbrunn) y lo hubieran hecho muy de su gusto si no hubiera sido por un pequeño detalle: los soviéticos „blindaron“ los monumentos que habían dejado en Viena incluyendo, en el tratado fundacional de la República Austriaca, una cláusula por la cual el Estado se comprometía a que no se deteriorasen.

En fin: en este, nuestro primer capítulo de La Huella del Crimen (en Viena) nos fijaremos en uno cometido poco después de la inauguración del monumento, concretamente en la noche del 14 al 15 de abril de 1958.

La mañana, como suele suceder con las abrileñas aquí, amaneció fresca. Unos paseantes encontraron, en los arbustos, detrás de la columnata que respalda al soldado de bronce que es el motivo central del monumento, el cuerpo semienterrado de una chica joven.

Monumento soviético

Dieron, naturalmente, parte a la policía y a la justicia, se levantó el cadáver y, como suele suceder en estos casos, se le hizo la autopsia. Certificó el forense que la difunta había sido horriblemente maltratada y azotada hasta que se quedó sin conocimiento, momento en el cual el asesino había enterrado (todavía viva) a la mujer, como atestiguaba la tierra que se había encontrado en las vías respiratorias de la muerta.

Pero no solo esto: el asesino se había ensañado con su víctima de una manera por lo menos peculiar, ya que todo el cuerpo de la chica estaba lleno de mordiscos: en el cuello, las orejas y los pechos.

Los investigadores pudieron reconstruir los últimos pasos de la pobre chica. Había ido al cercano Stadtkino, que aún existe y es muy bonito, y había visto la última función de una película de Elvis Presley „Loving you“. Había sido a la vuelta a su casa cuando el asesino la había sorprendido y había terminado con su vida.

Buscando aumentar el catálogo de pruebas, la policía publicó una minuciosa descripción de la muchacha, que resultó ser una aprendiz de modelo en una escuela de la Argentinierstrasse (esta chica, por lo que se ve, no ponía el pie fuera de la zona noble de la ciudad); la infortunada era hija de un alto funcionario ministerial.

Viena era entonces una ciudad pequeñita y pueblerina y el caso de la muchacha asesinada levantó un considerable morbo; el Arbeiterzeitung incluso comentaba, escandalizado, la presencia de decenas de curiosos y de vendedores de dulces que hacían su agosto, lo mismo que desaprensivos que, a cambio de un moderado estipendio, llevaban a los que querían sentir por el espinazo el cosquilleo del terror al lugar exacto en donde había sido hallado el cuerpo de la chica.

Lo que no sabían muchos era que ya había un sospechoso, el cual había sido detenido en la misma mañana del hallazgo de la chica en las inmediaciones del lugar.

A los 14 meses, reunidas todas las pruebas (incluida un molde de la dentadura del tipo el cual, tras previa comparación con los mordiscos del cadáver no dio como fruto una identificación concluyente) se inició un proceso que fue la comidilla de la provinciana sociedad austriaca de posguerra ¿Será él? ¿No será él?

No se pudo saber, porque el acusado fue absuelto por falta de pruebas y no se pudo saber si era él el que había asesinado a la chica.

Probablemente hoy el crimen (o, por lo menos, la participación del hombre) se hubiera sabido en un pispás, hubiera bastado con hacer pruebas de ADN pero entonces poco se sabía del ácido desoxirribonucleico y mucho menos de su aplicación al campo de la investigación criminal; así que nunca se supo quién mató a la chica del monumento; y quizá nunca se sepa.


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