El “dispertal” de la “Juelza” y la emigración (2/2)

salto¿Qué podemos aprender los migrantes de la nueva película de la serie Star Wars? Una aproximación.

La parte que te falta de este artículo, por si quieres refrescar o, simplemente, leerla, está aquí.

Por un lado, estaban los fanes de toda la vida (los que hoy andamos por los cuarenta) que guardaban memoria de unas películas que el tiempo había descascarillado y hecho falsas, teatrales, anticuadas y técnicamente muy mejorables (sobre todo en lo que respecta al guión a años luz de las películas de Indiana Jones, por ejemplo).

Por otro lado, una nueva (y económicamente muy golosa) generación de espectadores jóvenes a la que había que conquistar para que fueran a ver no ya esta, sino las que vendrán. Y haciendo esto, que quede claro, no hizo otra cosa que lo que Lucas hizo en su momento. A finales de los setenta se vivía una gran crisis en el cine. El público adulto abandonaba las salas, los viejos estudios se caían a pedazos dirigidos por señores mayores y el cine necesitaba, por una mera cuestión de supervivencia económica, que los „niñatos“ volvieran a ir a las salas.

Abrahams se puso manos a la obra y le salió una película muy inteligente que, si tiene algo malo, es precisamente la necesidad de contentar a los espectadores de „cuarenta plus“ a base de sacar a los viejos actores de las primeras (no entraremos en detalles, porque este no es el lugar de hacer sangre, pero lo de Carrie Fisher no tiene nombre y, si lo tiene, uno es un caballero y no puede decirlo).

Las críticas han venido, principalmente, de los espectadores cuarentones, que piensan que la nueva película no sigue el espíritu (¿?) de las tres primeras, territorio mítico de polvoriento carton piedra y prótesis de látex. Una cosa que es mentira porque si Star Warse era carne picada y refrito de mil y una cosas, El Despertar es lo mismo, pero con mucha más imaginación visual y, en muchos casos, mucha más elegancia.

¿Y todo esto, qué tiene que ver con la emigración? Pues como dijo aquel, Voll.

La persona que abandona su país es como los espectadores primeros de Star Wars.

Uno ve alejarse el país en la distancia pero lo sigue manteniendo fresco, en forma de imagen idealizada, en su corazón. Uno no ve que la princesa Leia era una pija moelnilla, ni que Han solo era (es) un actor bastante regulero, ni que Lucas Trotacielos era un cursi de portada de Superpop; lo mismo que uno piensa en España y se ocupa de borrar, cuidadosamente, todos los defectos que no le apetece ver, porque sigue pensando que España es el país al que volver, el plan B que siempre estará ahí si la cosa sale mal. Uno cuida el mito, sin darse cuenta de que, cada segundo que uno pasa fuera de España, España (y uno mismo) cambia irremediablemente y sin pedirle a uno permiso.

O sea, en términos prácticos: que ese chico de la campaña de Podemos, el que se había venido a Viena a sufrir y a pasarlo fatal, se va a tener que acostumbrar más tarde o más temprano a la idea de que YA NO EXISTE sitio al que volver. O existe, pero está o estará tan cambiado que ya no es lo mismo o que él, después de haber „sufrido“ en Viena, está tan cambiado que tampoco verá los lugares y la gente de antes con los mismos ojos. Porque él también habrá pasado por unas experiencias que le habrán cambiado de manera irreversible (lo mismo que todos, después de Star Wars, hemos visto películas muchísimo mejores del mismo género que han cambiado nuestra visión sobre lo que debe ser una película de ciencia ficción).

Ante esto está, para una cosa y para otra, la estrategia Abrahams. O sea tratar, en lo posible, de no ser innecesariamente respetuosos con lo que uno ha dejado atrás, aceptarlo como una etapa de la vida de uno, que cumplió su misión mientras duró y tratar, como hace Abrahams en las nuevas películas, de aprovecharse de las experiencias para algo más que para tenerlas en una estantería y quitarles el polvo amorosamente de vez en cuando, y de verdad utilizarlas; y, sobre todo, abrirse a los cambios.

Los fans de Star Wars que reverencian las antiguas películas deberían, primero, probar a verlas como si fuera la primera vez, como si no las hubieran visto nunca. Y después, si aún les quedan ganas, ver la nueva, despojada de toda la teatralidad pseudofilosófica de la saga original (de hecho, en el cine en el que yo estaba, durante la única aparición de Darth Vader, el público se rió en donde debía de haber sentido una especie de respeto reverencial; pero esas risas no eran culpa de Abrahams sino de la ferralla retórica de las películas anteriores).

Abrahams ha comprendido que el objetivo no era continuar por el camino de Lucas, sino crear películas modernas y válidas por sí mismas. El emigrante debe entender lo mismo: el objetivo no debe ser volver a España o anhlear el país que se dejó atrás, sino vivir lo más felizmente posible con los mimbres que uno tenga a mano.

Aunque al fin y al cabo quizá no se trate de otra cosa que la vieja distinción entre apocalípticos e integrados.


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