La aurora del futuro

Metro KinoViena es una ciudad en la que el pasado vive remansado como en una piscina de agua que se mueve poco. Aunque, a veces, tenemos vislumbres del futuro.

13 de Enero.- Querida Ainara (*) : cuando uno llega a los cuarenta -bueno, en mi caso yo creo que desde antes- empieza a ver la vida con otra perspectiva. O sea, como una cosa que empieza y que, el día menos pensado, se acaba.

Como si uno estuviera subido a una colina, uno empieza a tener una perspectiva sobre las generaciones y, aunque no se vea como una cosa inminente -si Dios quiere, y la estadística se cumple, debo de andar más o menos por la mitad de mi existencia- uno empieza a ser consciente de que, algún día, será parte del grupo de los que estuvieron pero ya no están. A mí, lo que más me fastidia de tener que morirme algún día es que, con lo curioso que soy, va a haber cosas que no voy a poder presenciar o que me van a pillar demasiado viejo como para verlas con toda la riqueza de percepción que da la juventud. Son los problemas de ser un cotilla irredento.

La otra tarde, Ainara, fui con un amigo a un museo y después a sugerencia de un tercero que se nos unió, fuimos a la filmoteca de Viena, una de cuyas sedes está en el Metro Kino, muy cerca de la catedral. La tarde era de invierno y parecía muchísimo más tarde de lo que en realidad era. El Metro Kino es un cine que abrió como teatro a finales del siglo XIX y, la verdad, tiene un aire algo fúnebre en la decoración. Un poco un cruce entre el gótico californiano de Psicosis y las moquetas con motivos geométricos de El Resplandor, de Stanley Kubrick.

Filmoteca-1

Para terminar de redondear la sensación extraña de que mis dos amigos y yo estábamos haciendo algo vagamente extraño, quizá prohibido, nos metimos en la proyección de una película que tiene su aquel, pero que tampoco es que sea „Babe, el Cerdito Valiente“: la versión que Orson Welles hizo de El Proceso, de Kafka (uno de los frutos más raros que dio ese árbol que fue la última cultura del Imperio austro-húngaro).

Haciendo un paréntesis creo, Ainara, que la explosión de creatividad de aquella época tuvo un algo de morboso, de enfermizo, como una planta que, a fuerza de echar flores, se consumiera sin hacer otra cosa.

La película era dura pero hermosa, las interpretaciones algo anticuadas, pero visualmente era una contínua esplendidez en blanco y negro. Era todo como asomarse a la cabeza de alguien (Kafka) que estuviera soñando y ser espectador de ese sueño y ver que, de alguna manera, nosotros, espectadores en el cine, éramos quizá un sueño dentro de ese sueño, en donde una persona en la pantalla podía ver nuestras caras (apenas docena y media) que observaban desde el patio de butacas las peripecias de los personajes.

En estas estaba cuando pensé, Ainara que, según los científicos, más o menos cuando yo llegue a los jochenta años de mi edad (año arriba o abajo) se producirá el hecho transcendental las máquinas podrán crear máquinas más perfectas que ellas mismas y se borrará la raya entre la inteligencia nuestra y la inteligencia que nosotros llamamos artificial.

Yo, probablemente, solo asistiré a los albores de esa revolución definitiva, que no sé si me da más miedo que intriga me produce.

Por ejemplo pensaba, Ainara, en la soledad de la tarde vienesa, flanqueado por mis dos amigos, que el azar, lo imprevisible, es un ingrediente fundamental de nuestra manera de pensar como especie humana („Il n´y a pas d´erreurs, il n´y a que des actes bizarres“, que decía Marguerite Duras y decir „bizarres“ -raros- es también decir imprevisibles). Cuando los robots sean como nosotros, necesariamente serán como nosotros porque su manera de pensar también será enormemente compleja y, por lo tanto, en ella estará presente el azar. Producto de esa imprevisiblidad ¿Habrá, en el siglo XXII, robots neuróticos, soñarán los androides con ovejas eléctricas? ¿Será posible que haya robots que tengan un don artístico, que el ser humano siempre ha apreciado como una especie de regalo de los dioses, como un hálito espiritual que nadie sabe de dónde viene? Mientras Anthony Perkins corría, huyendo de su proceso y uno de mis amigos y yo notábamos, algo extrañados, que en esta película la normalmente hermosísima Romy Schneider tenía un bigotón de capitán general yo pensaba ¿Surgirá un Kafka robótico, al que sus compañeros robots mirarán como a una cosa extraña?

Naturalmente, una pregunta así lleva a otra que es, desde mi punto de vista, todavía más radical y es: si estamos llamados a pasarles a los robots, que nos sucederán en el trono algo inestable del planeta, lo mejor que hayamos producido los humanos como especie, como mi ordenador viejo le pasó, a este en el que escribo, los textos que yo consideré salvables ¿Será el arte, la capacidad de producir formas, sonidos y palabras nunca vistos algo que los robots, como especie, consideren algo digno de ser conservado o extirparán para siempre de sus cerebros mecánicos el azar que, de vez en cuando, mediante extrañas conjunciones, produce un Federico García Lorca o un Roman Polanski o un Wolfgang Amadeus Mozart? ¿Considerarán el arte inútil? O, dándole la vuelta a la pregunta ¿Para qué sirve el arte? ¿Qué misión cumple en el mantenimiento de la estabilidad de la especie?

Querida sobrina: moriré, si Dios no dispone otra cosa, en la segunda mitad de este siglo, cuando todas esas preguntas quizá, empiecen a tener respuesta. Tu vida empezó treinta años más tarde que la mía, así que tú verás si Dios quiere un poquito más. Durante la tarde del domingo, en la filmoteca de Viena, sentí una gran envidia de los niños que no han nacido todavía y que verán la aurora del futuro.

Besos de tu tío

(*) Ainara es la sobrina del autor


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