Desde Austria hasta España (y zurück), segunda parte

niñaLas cosas hay que ponerlas en su contexto ¿Cómo terminó un niño austriaco en España? (uno, y 3999 más). Lo veremos hoy.

1 de Febrero.- Para empezar a escribir el artículo de hoy, busco en internet un calculador para hacerme una idea de las calorías que debe consumir una persona al día.

Según mi edad (40 esplendorosos abriles), mi estatura (1,74) y mi peso (73 kg en traje de adán) parece ser que la cantidad de calorías que debo consumir para estar frescote como una lechuga ronda las 2500. Como referencia, diré que un Big Mac con patatas fritas tiene unas mil, más o menos.

¿Qué tiene que ver esto con la razón de que nuestro niño, Gerardito, terminase en España pidiendo mantequilla? Muchísimo, como verán ahora mismo mis lectores.

En 1945, cuando terminó la guerra mundial, la economía austriaca era un reloj parado !Qué digo! Era un reloj parado al que le habían arrancado, además, tres o cuatro piezas, entre ellas las agujas.

Entre los destrozos propios de una guerra y la política de tierra quemada que Hitler había ordenado seguir cuando se vio con el agua al cuello, el producto interior bruto austriaco hubiera dado risa si no hubiera dado pena antes.

Además, la situación política tampoco era para tirar cohetes. El país estaba dividido entre las cuatro potencias vencedoras (no lo abandonarían hasta 1955), dirigido por un Gobierno (al mando del buenazo del canciller Figl) que se las veía y se las deseaba para ponerle una vela al comunismo y otra vela capitalismo y, para colmo, los aliados estaban entregados a la tarea de espurgar el sistema gubernativo de antiguos nazis (hay que decir a esto último que en Alemania se aplicaron mucho más que aquí, pero bueno).

Naturalmente, los austriacos pasaban más hambre que un caracol agarrado a un vaso y la comida estaba racionada. Y aquí viene el principio del artículo: la población austriaca hacía el mismo régimen que Martirio en la canción. Todo quisqui reducido a 1000 calorías (1200 si se hacía un trabajo físico).

En el campo, la cosa se pasaba medio bien, pero en las ciudades la necesidad era dramática. Yo he escuchado relatos de personas mayores que vivieron aquella época y que hablaban de personas que cambiaban su alianza de bodas por un par de kilos de patatas.

La prioridad, en aquellas circunstancias, eran los niños como nuestro Gerhard de ayer.

En la posguerra, una de las pocas instituciones a salvo de toda sospecha y que, en aquella época, contaba con el respaldo mayoritario de los austriacos (hoy es otra cosa) era la Iglesia Católica. En colaboración con el Gobierno, Cáritas organizó transportes de niños austriacos a diferentes países europeos en los que la guerra no había hecho tantos estragos.

Niños austriacos fueron a Suiza, a Bélgica, a Holanda, a Portugal. Y, naturalmente, a España (en aquel entonces, era difícil encontrar en Europa un país más católico que España aparte, claro está, de Italia). De hecho, en España se produjo un auténtico overbooking humanitario. Para 4000 plazas se presentaron 40.000 familias. Esto, por cierto, tuvo una cosa buena y es que la mayoría de los niños, como nuestro Gerardo, fueron a parar a familias de posibles.

El transporte de niños entre Austria y España fue coordinado, del lado austriaco, por Cáritas y del lado español por la entonces omnipresente Acción Católica.

Cosas como esta, que en la Europa del siglo XXI son facilísimas -véanse los miles de Erasmus que se mueven por el continente todos los años- a mediados del difunto siglo XX eran una obra titánica.

Por poner un ejemplo: los organizadores del salvamento de los niños austriacos se tuvieron que enfrentar a un inconveniente y no menor: Austria y España no mantenían en aquel momento relaciones diplomáticas (el último embajador español antes de la guerra fue Juan Schwartz, padre del periodista y escritor Fernando Schwartz Díaz-Flores y las relaciones, que yo sepa, no se reanudaron hasta después de la muerte de Franco).

La cosa se organizó a través de un tercer país: el Vaticano.

En el juego del Risk en que estaba convertida aquella Europa, aún herida y humeante, los chiquillos, de edades comprendidas entre los 5 y los diez años, salían de la católica Austria, iban a parar al catoliquísimo Vaticano (por lo menos oficialmente) y, por el camino, llegaban hasta España. Concretamente a la taurina localidad de Pamplona ¿Qué les esperaba allí? Lo veremos en el siguiente capítulo de esta serie.


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