Viena Directo, un blog en plenas turbulencias

AvionDurante los próximos días, Viena Directo será un blog que atravesará una zona de turbulencias. Verán mis lectores por qué.

8 de Febrero.- Ayer por la tarde, en la cabina del avión en el que viajaba, pudo escucharse la siguiente (y demasiado jovial para mi gusto) comunicación:

Good afternoon, ladies and gents, boys and girsl, we are landing in Genev…

Indignado, pensé ¿Que me ha llamado quéeeeee? ¿Gent? ¿Boy? ¿A mí? ¡De qué porras nos conocemos! Esto es inaudito…Luego, me tranquilicé. Es el signo de los tiempos. Antiguamente, los pilotos eran esa especie de dioses acostumbrados a lidiar con el peligro, esas personas ecuánimes, serias, de mandíbula cuadrada, que pensábamos que tenían nuestra vida en sus manos (la siguen teniendo, aunque ahora comparten la responsabilidad con el ordenador de a bordo). Pues ahora no. No solo te llaman “gent”, sino que además, si te descuidas un pelo , te llaman “boy”. Y habrá que dar gracias.

Como mis lectores habrán adivinado por lo que precede, he abandonado APR (o sea, Aquella Pequeña República) y ahora me encuentro en otra, la Suiza, en donde estoy visitando a una amiga. Como no sé qué disponibilidad tendré de internet durante estos días (el domingo volverá Viena Directo a ser lo que suele), es probable que haya algunos días en que no pueda publicar un post nuevo. A su disposición, querido lector, querida lectriz, tiene usted los abundantísimos archivos de Viena Directo, si le entra a usted el monkey.

Suiza, hasta ahora (llevo día y medio) me ha parecido un país muy “revenío”. Sobre todo comparado con mi Austria de mis amores. Yo, no viviría aquí, la verdad. Para muestra, un bouton: estaba yo en el autobús que me ha traido al centre de la ville, cuando se ha subido a dicho autobús una señora que, por el atuendo, obviamente, iba a una entrevista de trabajo (o sea, pieles, joyas, maquillaje discreto, etc). La señora hablaba inglés solamente y ha tratado de hacerse entender con el conductor. El tipo, la ha mirado de arriba a abajo y le ha dicho una sola palabra: “Non” (como lo están leyendo mis lectores). La señora perdida, desesperada, se ha acercado a otra viajera –una mujer de mediana edad- la cual sí que se ha dignado decirle que hablaba un poquito inglés para luego volverle la cara. Al final, yo ¡El turista, el extranjero! he sido el único que me he apiadado de la pobre mujer y, con mi torpe sentido de la orientación –tengo menos que una cabra en un garaje- he conseguido, mal que bien, indicarle.

Lausanne oscila entre el art decó, la belle époque –una belle époque muy relamida, por cierto- y un estilo que, como dice mi compañía –austriaca- “la verdad, para no haber tenido una guerra se podían haber esmerado más”. La población está llena de edificaciones funcionales de los años ochenta y, qué quieren mis lectores que les diga: mucha pasta mucha pasta pero luego todo parece l´Hospitalet de Llobregat o Alcorcón.

También, por lo que veo, los “Lausannenses” necesitan desesperadamente a los extranjeros –porque muchos son viejos, y muchos son ricos, y muchos son ricos y viejos y necesitan de manos mercenarias que les cuiden- pero la verdad es que se ve a la legua que les odian. Con un odio que, no me quiero dejar llevar, se percibe como bastante frío y despiadado. Una forma de odiar muy francesa, si bien se mira. Casi casi entiende uno a los cafres del FPÖ que sufrimos al otro lado de los Alpes los cuales, por lo menos, muestran algún tipo de sentimiento. Aquí, ni eso. Hay viejas que te miran que, si hubiera algún yogur en cien metros a la redonda, caducaba. La peor forma del desprecio es no hacer aprecio, ya se sabe.

Estoy en la parte francófona de la Suisse -¡Don Luis, donde quiera que esté usted, cómo le agradezco el trabajo que se tomó en enseñarme el verbo avoir!- y, por lo tanto, no tengo ningún problema para comunicarme. No así mi compañía austriaca, la cual depende de mis traducciones –es un poco como la transmisión de la Superbowl, que todo le llega con un minuto de retardo-; yo hablo francés desde que era pequeño y mi situación actual, que es una inversión de mi situación idiomática habitual -en Viena, normalmente, mi compañía era quien me hacía las traducciones, en los primeros tiempos- me ha llevado a pensar que, cuando uno aprende un idioma en la infancia, existe una reacción orgánica, inconsciente, a la que tienes que estar sobreponiéndote todo el rato, porque a nuestro cerebro no le cabe en la cabeza que la otra persona que está a nuestro lado no pueda entender lo que un tercero está hablando (sobre todo si eso que está diciendo, es muy prosaico, como un precio o una dirección) y siempre esté preguntando ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho? ¡¿Pues no lo has oído, jolinetes coñio ya?!

Es una reacción orgánica que nosotros no tenemos presente cuando estamos en Austria, porque evidentemente estamos en la parte perdedora. Por eso, querido lector, querida lectriz, cuando a usted se le dé la vuelta a la tortilla, no se comporte como un suizo. Traduzca. Y con ternura, bitte.

 


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