Tercer día en Suiza. En donde el lecto podrá encontrar algunas semejanzas y una gran diferencia entre Viena y esta parte de la Confederación Helvética.
10 de Febrero.- Hace algunas semanas, algunos de mis lectores intentaban contrarrestar mi parecer positivo a propóstito de la Unión Europea tratando de explicarme cómo había cambiado (para mal) nuestra vida desde que vivíamos bajo el signo de la bandera con las doce estrellas. Naturalmente, era imposible que ellos entendieran que, sin la Unión, todos viviríamos bastante peor porque, aunque parezca bastante fuerte decirlo así, sin la Unión todos seríamos Suiza.
La ciudad en la que paso estos días tiene en común con Viena muchas cosas (la presencia de organismos internacionales a cascoporro –bueno, aquí, a cascopoir, pronúnciese “cascopuág”), el estar enclavada en mitad de la naturaleza, el estar en el centro de Europa, el estar en un país rico… Pero, por lo que se ve, las dos ciudades están separadas por un foso: el que marca el aislamiento –autoinfligido, me temo- al que está sometida Suiza. Y si no, a ver cuál de mis lectores puede decirme, sin mirar en la Wikipedia, el nombre del presidente (o presidenta) de esta nación que exporta chocolate al resto del mundo
Y es que, señora, no hay nada peor que la endogamia y el aislamiento. Todo aquí tiene pinta de más antiguo, de más herrumbroso, de más baqueteado, de muchísimo más impersonal. Todo es visiblemente más pobre desde el punto de vista cultural, muchísimo más provinciano. Como se va volviendo más pobre una habitación en la que no circula el aire. Puede ser también porque, al no estar en una capital, se notan lógicamente las diferencias de presupuesto. Pero, por ejemplo, entras a los supermercados y todo tiene ese aspecto de los súper que están en lugares de vacaciones, esos de estanterías de metal blancas que datan de 1985. Por haber hay ¡Hasta pilas de petaca! Una cosa que yo creo que, en el resto del mundo ya no debe ni de estilarse –a mí, las pilas de petaca me recuerdan a mi abuela María, que siempre cargaba la mujer con una linterna, y había que andarle comprando pilas de petaca a cada rato, porque se le gastaban-. La gente también va vestida de una manera mucho más uniforme que en Austria, con ropa mucho más impersonal. Yo creo que esto puede deberse también al envejecimiento de la población. Es como cuando uno vive en la misma casa muchos años: llega un momento en el que uno no ve dos cosas: la suciedad que se acumula, irremediablemente, en esos recovecos que uno pasa por alto al limpiar y que se tiene que forzar a ver, y el envejecimiento de los muebles, que corre paralelamente invisible al de uno mismo.
Otra característica del carácter suizo parece ser la desconfianza y, otra cosa que tienen en común con los austriacos es que el ábrete sésamo de ella, es el idioma. Tú te acercas a alguien, sea vigilante de museo, vecina coñazo, cajera de supermercado, lo que sea, y le hablas en francés y ya lo tienes todo ganado. Porque, naturalmente, en la parte francófona de la Suisse tienen el mismo problema (que yo conozco tan bien por razones laborales) que tienen al otro lado de la frontera (o sea, en Francia) y es que, si hay europeos negados para aprender idiomas (aparte de los españoles y los italianos, claro está) son los franceses. Los paisanos de la loca de Marine Le Pen tienen una fobia se diría que congénita por las maneras de expresarse de otros países y, aún cuando aprenden inglés –que suele ser lo único que aprenden, y muy a regañadientes- terminan todos hablando como el inspector Cluseau.
Desde que estoy aquí me ha asaltado una duda que no tengo en Austria y es la siguiente. Hablando de la desconfianza: aquí todo está protegido por rejas, por sistemas de alarma, hay mirillas y timbres, y claves, y palabras de paso por doquier. Personalmente, no creo que la delincuencia en Suiza sea mayor que en otras partes del planeta (definitivamente, no creo que sea mayor que en Viena) pero sí que lo es la exageradísima prevención de los suizos a propósito del tema. Si uno atiende a la cantidad de las rejas, a los cartelitos que piden que cada puerta esté cerrada con tres vueltas de llave “imperativement” o sea, por cojones, la verdad es que uno podría pensar que ha aterrizado en el Bronx.
Se ve, se siente, la presencia en el inconsciente colectivo de ese delincuente que, naturalmente, es extranjero (los suizos, como los austriacos de pata negra de Strache son seres angélicos que no tienen ni un más ni un menos con los de la porra) y que, naturalmente, no habla francés.
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