El padre terrible (1)

manoLo bueno de vivir en un país que no es el de uno es que, cuando menos te lo esperas, salta el descubrimiento. Hoy empezamos a recordar una historia inquietante.

25 de Julio.- Una de las ventajas que tiene vivir en un país que no es el de uno es que cualquier ocasión, cuando menos te lo esperas, se convierte en un descubrimiento.

Ayer, por ejemplo, estaba en Burgenland y decidí hacer una excursión en bicicleta.

En bici, yo soy bastante cuidadoso (vamos, tengo miedo) por lo que casi siempre suelo seguir a alguien que me hace de guía. Ayer, sin que yo supiera nuestro destino final, el austriaco al que yo acompañaba me llevó por caminos vecinales, entre trigales que ya están empezando a ser cosechados y molinos de viento, a través de lo que se llama la meseta de Panonia, que no es ni más ni menos que una elevación de algunas decenas de metros sobre el nivel del lago Neusiedl y que, en los tiempos prehistóricos, fue el fondo de un mar tropical en donde campaban a sus anchas manadas de trilobites.

Después de estar cosa de una hora pedaleando, llegamos a un lugar cercano a la autopista A-4.

Entramos con las bicis y nos encontramos con un pequeño hotel con la fachada pintada del tono risueño de amarillo que aquí se llama „Schönbrunn“ y en España „Albero“. Sobre la puerta una torre y sobre la torre un reloj de vago estilo art-decó.

Sin yo saber nada del lugar (cuya historia empiezo a contar hoy) tengo que confesar que me invadió algo que solo podría describir como una vaga desconfianza. Fue como si, de pronto, mis sentidos percibieran algún tipo de peligro inconcreto, y todo en mí se puso en una alerta que no supe precisar.

Nada en el lugar, ni en la situación (unas parejas de pensionistas que almorzaban bajo unas sombrillas, unos camareros muy amables -de hecho, tan amables, que incluso me prestaron herramientas para arreglar mi bici-) nada, digo, justificaba que yo sintiese que algo oscuro rondaba por aquel sitio como un animal enjaulado.

Exploramos un poco el lugar, buscando una sala de exposiciones que estaba anunciada en unos paneles de metacrilato. Traspasamos algunos patios, límpios y ordenados, lo que parecía colonias de bungalows (a lo lejos había algunas personas sentadas bajo unos árboles, no nos llegaba el ruido de su conversación), hasta que llegamos a lo que parecían unos barracones que cobijaban lo que parecían tambien los talleres de algunos artesanos. Nadie a la vista.

-Mira, ahí está el museo -le dije yo a mi compañero. Él empujó la puerta que ponía entrada. Había, de hecho, algunos cuadros colgados, pero el espacio estaba desierto.

Hallo! -dijo él. Avanzamos por un pasillo que resultaba bastante oscuro por contraste con la luz veraniega del exterior y llegamos a una cafetería, a todas luces cerrada.

Allí encontramos a una mujer de unos cincuenta años, que nos miró a los dos con recelo.

Le preguntamos si el museo estaba abierto. Y ella nos dijo que sí, pero que para visitarlo había que pedir cita. Quedamos un poco extrañados. La mujer nos dio el nombre de quien nos abriría las salas de exposición y mi compañero hizo ademán de sacar el teléfono para apuntar un número. La mujer sacó a su vez su móvil y empezó a cacharrear también, no se sabía si malhumorada con nosotros o malhumorada con el aparato, del que no conseguia desentrañar el funcionamiento.

Por fin, dio con el número.

Deletreó un apellido de vagas resonancias eslavas y luego dictó un teléfono mirando por encima de unas gafas bifocales.

-¿Le puedo llamar ahora? -dijo mi compañero.

-Sí, es nuestro…-y aquí la mujer nombró un cargo en el organigrama del museo. Aún así, mi compañero de excursión dudó:

-Pero…¿No le molestará? No quiero hacer ninguna tontería…

Y entonces la mujer, con un tono no precisamente amable, dijo:

-No se preocupe !Le pagan para eso!

Dimos las gracias y algo aliviados salimos al exterior. Marcamos el número de teléfono pero nos saltó un buzón de voz. Probamos dos veces más sin resultado y luego nos sentamos en lo que parecía (y luego descubrí que lo era) una especie de patio de faenas del tamaño de una plaza de pueblo. Había a la vista algún mobiliario de colores alegres, pero aún así a mí no se me quitaba la alerta ni la sensación de estar en un sitio „cargado“.

Mi compañero de viaje dijo:

-¿Sabes dónde estás?

-Pues no, la verdad.

-Sí, seguro que sí. Has visto el sitio en la tele.

Yo intenté hacer memoria, pero la verdad, no me sonaba nada el lugar.

-Estamos en Friedrichshof.

Se hizo un silencio y yo empecé a recordar.


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Comentarios

2 respuestas a «El padre terrible (1)»

  1. Avatar de Beatriz Cortés
    Beatriz Cortés

    Hola Paco:

    Por favor ¿dónde está la segunda parte de este artículo? que me he quedado en ascuas.Una pista porfi.

    1. Avatar de Paco Bernal
      Paco Bernal

      Hola Beatriz:
      Aquí https://vienadirecto.com/2016/07/27/el-padre-terrible-2/
      Y hoy se publica la tercera 🙂
      Un saludo

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