La batalla por la información

orfEn estos días inciertos, en los que vivir es un arte, en los pasillos del poder austriaco se ha desatado una batalla sangrienta. Estas son sus consecuencias.

16 de Septiembre.- Una de las claves de la civilización es la división del trabajo. Se entiende. En grupos pequeños de personas todo el mundo tiene que saber hacer de todo. Naturalmente, como nadie somos Dios, en ese hacer de todo hay cosas que se hacen bien y cosas que se hacen mal. Cuando el grupo social se hace más grande y el tejido se hace más complejo, el grupo (la sociedad) delega las tareas y el trabajo se divide y así nacen los oficios y las profesiones. O sea, para comer pan, ya no tenemos que saber hacer pan, porque hay personas a las que la sociedad ha adiestrado para que hagan solo pan y se hayan perfeccionado con la práctica.

Esto, que funciona en todos los oficios, es especialmente evidente en el periodismo. Cada vez que mis lectores abren el navegador y llegan hasta Viena Directo, lo que hacen (en la mayoría de los casos sin ser conscientes de ello) es delegar en mí una tarea que a ellos, probablemente, les resultaría enojosa. O sea: la de leerse los periódicos y estar al día de quién es quién en la política y en la sociedad austriaca y, después, componer un texto más o menos salado en donde toda esa información se vuelva comprensible y forme “un sistema”. Esto es algo que tiene unas implicaciones éticas, sin duda más profundas que en otros oficios.

Si al panadero le sale mal una barra de pan, el error tiene consecuencias de alcance limitado. Sin embargo, la información es algo mucho más delicado, porque generalmente no afecta a quien la produce pero, al mismo tiempo, el que la produce suele tener un cierto interés en que prevalezca su punto de vista sobre los acontecimientos. Un interés que puede ser la precisión de lo que cuenta, el solaz de sus lectores (el caso del que esto escribe) o puede ser el interés de quien le paga (caso de los periodistas que trabajan a sueldo de una empresa que quiere que prevalezca una determinada línea editorial).

La objetividad, por lo tanto, no existe (o existe muy poquito), desde el momento en que todo proceso de contar exige una selección que deja fuera unas cosas y dentro otras. Lo que sí existe, sin embargo, es la honradez de no querer dar gato por liebre. Como consumidor de información, se puede saber exactamente qué es buen periodismo, porque el buen periodista (y yo, honradamente, trato de serlo) trata de hacer ver al lector o al espectador que lo que le está contando es la versión más aproximada de la verdad que él ha podido averiguar y esa “aproximación”, el “margen de error”, nunca, pero nunca nunca, debe ser escamoteado de los ojos del espectador; al objeto de que él pueda sacar sus propias conclusiones. Es un poco cuando un médico, aprovechándose de nuestro desconocimiento, intentase colocarnos un crecepelo que, además, curase el cáncer.

Para estas cosas yo siempre pongo el mismo ejemplo: mi abuela María, que en paz descanse, escuchaba siempre el programa de Encarna Sánchez, porque decía que Encarna Sánchez era “la única que decía la verdad” (Encarna Sánchez misma, toda modestia, se encargaba de remacharlo cada vez que podía) pero Encarna Sánchez, lo mismo que el Kronen Zeitung o el Österreich, pongamos por caso, solo fabrican mal periodismo, porque se arrogan el estar diciendo no solo la verdad, sino la única verdad posible y, por lo tanto, esto equivalía a decir que todos los demás (menos ellos) mienten.

Ocurre también que el público en general, el que no tiene que saber hacer pan para comer pan, tampoco sabe bien cómo se fabrica la información (y ahora, con internet, menos todavía) y, en la práctica, en muchos casos, no se toma la molestia de distinguir el periodismo de verdad del periodismo de garrafón (podrían hacerlo, si se pusieran, pero el hombre es un animal vago por naturaleza) y, además, como a nadie se le escapa, aquellos y aquellas que tienen la sartén por el mango, saben también que, como decía una novia que yo tuve “no es importante lo que pasa sino cómo te lo cuentan”. Por esta razón que quienes están cerca del calorcito del poder tienen mucho interés en controlar quién dice qué, y cuanto más mayoritario es el alcance del medio, más interés tienen todos en meter la cuchara y, si no pueden, en acusar a los otros de estar metiéndola y “manipulando la información” o “politizándola”.

En las últimas horas, hemos asistido a una batalla muy poco edificante entre los dos partidos que forman la coalición gobernante en Austria a cuenta de cambios en la cúpula de la ORF.

El Partido Popular austriaco acusa al Partido Socialista austriaco de colocar en la cúpula de la organización a gente afecta para, naturalmente, controlar lo que dice la ORF la cual es (y ahí radica su importancia) la televisión que utiliza la mayoría de los austriacos para informarse (de lo bien o mal que va el país). Es una suposición que, sin entrar a valorar su veracidad, resulta bastante paradójica si se conoce el alma austriaca. Igual que se puede decir que los austriacos se drogan mayoritariamente con alcohol y azúcar, otra de esas verdades incontrovertibles al hablar de este pueblo es que, en general, todos abominan de la ORF (una televisión, en mi modesta opinión, de calidad más que razonable y, en cualquier caso, a años luz de la mejor cadena de televisión española en este momento) pero todos la ven (audiencias cantan). Se le achaca, sobre todo, ser tendenciosa y ser progubernamental, se le achaca tener que haya un canon para financiarla, y que ese canon se utilice mal. El caso es que la guerra por el control de la ORF y más flotando en el aire la incertidumbre de lo que pasará con las elecciones presidenciales y la posibilidad de que lleven aparejadas unas legislativas, ha provocado una enorme fractura entre un Partido Popular austriaco que lucha por no terminar condenado a la insignificancia barrenado por la ultraderecha y un partido socialista austriaco que le dice a la virgencita que por favor le deje como está.

Algunos dan la ruptura por inevitable.


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