Las dos Europas

bonzoA pocos metros de donde hoy escribo se alza una frontera, no por invisible, menos evidente.

3 de Octubre.- Una de las frases más trilladas, una de esas que junto con „las merecidas vacaciones“ o „los pavorosos incendios“ da casi vergüenza escribir, dice que „una imagen vale más que mil palabras“ (aunque también hay casos, y no pocos, en que una palabra vale más que mil imágenes, como por ejemplo con los insultos especialmente feos de los que uno diría que están inventados de manera especialmente malévola al objeto de que tengan una fuerza expresiva especial).

Estos días pasados, los periódicos trajeron una de estas imagenes especialmente elocuentes. Representaba el gráfico un mapa de la Unión Europea en el que los países estaban coloreados según los sueldos medios.

Eso sí que era pavoroso y no lo de los incendios, porque quedaban reflejadas las dos Europas: la Europa rica, la beneficiaria del plan Marshall y, por lo tanto de una prosperidad que ya dura más de setenta años y por otro lado la Europa pobre, ex comunista, en donde el marxismo como religión del Estado ha dejado paso a otras dos religiones igualmente nocivas para la masa neuronal del personal: la religión, católica, en la mayoría de los casos y el nacionalismo.

A pocos kilómetros de donde yo estoy escribiendo en estos momentos, justo en la línea en donde, antaño, estaba el llamado telón de acero, se levanta la frontera, no por invisible menos evidente, entre las dos Europas. Una frontera que separa dos mundos con unas prioridades muy distintas y que, durante la crisis de los refugiados se ha visto, tienen serios problemas para comunicarse.

De un lado, la rica Austria y su -hasta ahora- cultura de acogida de los refugiados engendrada por el bienestar económico y material de la mayoría de su población. Una cultura de acogida que ha tenido sus subidas y sus bajadas, pero que sigue ahí. Del otro lado, los Gobiernos, como el húngaro que, acogiéndose a las famosas raíces cristianas y a su rechazo a la modernidad, plantan cara a Bruselas prácticando una especie de punk político que pretende sabotear todo lo que la Europa rica (o casi toda la Europa rica) considera como decente y deseable, tachándolo de „buenismo“ (si la decencia es buenismo, lo otro que es ¿“Malismo“?) esgrimiendo la bandera de la Santa Tradición pero en realidad encubriendo con esas grandes palabras la vieja estructura personalista del comunismo y la sordidez que siempre lleva aparejada la pobreza material.

En otras palabras: el nacionalismo exacerbado (que, como sabemos los españoles, que llevamos sufriendo durante años el ala más moñas del nacionalismo catalán, como antes sufrimos el granítico y no menos moñas nacionalismo franquista, siempre lleva aparejada una dosis más o menos grande de victimismo) o las rogativas a la Vírgen no remedian la escasez, pero tienen dos ventajas fundamentales: permiten a quien los invoca que su auditorio se sienta especial, miembro de un pueblo elegido que, solo por accidentes de la Historia, se encuentra atravesando un bache; y, por lo mismo, permite „deslocalizar“ la culpa del no llegar a fin de mes, y del tener que comprar en las rebajas, mandarla al lado rico de la valla. Son ellos, los que nos imponen cuántos refugiados tenemos que aceptar. Somos nosotros, quienes debemos decidir quién vive en Hungría. Y debajo de estas cosas siempre subyace lo mismo que subyacía en el nazismo: el extranjero como agente infeccioso que corrompe el sano cuerpo nacional, que es „una unidad de destino en lo universal“.

Es una retórica que, como todas las nacionalistas y dado que tiene algo de religión practicada con la fe del carbonero, es inmune al razonamiento y se ha demostrado este fin de semana. Ayer, el Gobierno húngaro llamó a un referendum contra la política, según ellos, de injerencia de la Unión (antes era Moscú el que hacía trapisondas, ahora son los „burócratas de la Unión“) en el asunto de las cuotas de refugiados que los húngaros tendrían que acoger.

Era un referendum cuyo resultado también preocupaba muchísimo en Austria, porque la política migratoria de los vecinos tiene un potencial político letal de este lado de la frontera. Pues bien: a pesar de que la participación en el referendum hizo que no fuera vinculante, Viktor Orbán, aferrado a lo que él considera su imagen de marca, ha prometido (como los viejos burócratas comunistas) que el resultado del fallido referendum „tendrá consecuencias“. Quizá un paso más. Por supuesto, en la mala dirección.


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