Vidas paralelas

paellaEn donde el lector, con la excusa de la actualidad, saldrá un poquito mejorado como ser humano y aprenderá un poquito de Historia de Austria.

24 de Noviembre.- Una de las artes del vivir es la de aprender a privarse, un poquito por lo menos, de las cosas que más nos gusta hacer. Aunque, al hacerlas, nuestros compañeros de viaje en esta aventura que llamamos vida nos aplaudan tanto como para hacernos perder la perspectiva. Porque es que hay muchas de estas cosas que más nos gusta hacer de las que abusamos, muy a menudo para nuestros déficits en otras cosas que se nos dan peor (o que se nos dan pesimamente).

Por ejemplo, durante muchos años, las madres “abnegadas” que “se sacrificaban” por sus hijos aun cuando sus hijos ya tenían el vello púbico bien crecido y podían valerse por sí mismos, eran propuestas por la sociedad como modelo de virtud. Cuando los hijos, como es ley de vida, se libraban del yugo materno (porque era un yugo) y aprendían a volar solos, ellas lo pasaban fatal y sus hijos eran unos desagradecidos y tal y tal. Pero lo que sucedía era que ellas no habían aprendido “a vivirse” y se escudaban en ese papel postizo, en ese vaciarse en sus hijos, que la sociedad les aplaudía.

Todos hemos tenido también compañeros de trabajo que no viven más que para la oficina, que son los primeros en llegar y los últimos en irse, que disfrutan de la compensación (esa es la palabra clave) de ser la alegría de los jefes pero que, fuera de la empresa, tienen su vida (lógicamente) reducida a esa pobreza de la gente que vive durante años en una casa y nunca encuentra el momento de cambiar las bombillas desnudas por lámparas y de poner un par de cuadros en las paredes.

En no pocas ocasiones, esas personas reaccionan de manera peligrosa cuando ven amenazada su posición de dominio en el ecosistema de la empresa (son, en muchos casos, los psicópatas que practican acoso laboral) o, si son apartados de su posición de preeminencia, se derrumban y, como la madre sopreprotectora, lloran el desagradecimiento de sus hijos-empleados-compañeros los cuales no aprecian “sus sacrificios” y su supuesta bondad (que no es tal, sino solo un medio sumamente egoísta de compensar otras carencias).

Hay profesiones, sobre todo las que son desempeñadas de cara al público y, por lo tanto, en donde es fácil acceder a la droga del aplauso, en las que este tipo de personas es especialmente frecuente. De modo muy señalado, los actores y los políticos. Basta leer entre líneas en los perfiles biográficos para darse cuenta de cuando uno está delante de un ejemplar así. Una vida privada disfuncional, un hambre desmesurada de reconocimiento público, un ánimo de conseguir el éxito al precio que sea (y no solo de conseguirlo, sino también de mantenerse), el golpe brutal que supone ser privados de ese reconocimiento público, una especie de lado exagerado cómico-grotesco que los interesados son los únicos que no perciben.

Ayer murió Rita Barberá (para mis lectores de fuera de España, fue la alcaldesa de una de las grandes capitales españolas, Valencia, durante 24 años; para ella, la pérdida de su cargo y el rosario de acusaciones de corrupción posteriores fueron un duro golpe político, pero sin duda mucho más duro en lo personal).

Los que vivimos en Austria desde hace algún tiempo, vemos inevitable trazar parecidos y similitudes con otro políticos austriaco con el que tuvo muchísimo en común en el perfil psicológico, Jörg Haider. En los dos, en Rita y en Jörg, se dio ese mismo anhelo desmedido más que por el poder en sí mismo, por lo que el poder tiene de calmante de un hambre afectiva no satisfecha (en el caso de Haider, probablemente un hambre que brotaba de una vida sexual que no podía expresarse públicamente debido a que no casaba con el ideal de “sagrada familia del pajarito” que se le suponía a un político de ideología ultraconservadora como la suya; en el caso de Rita Barberá, no ha trascendido).

En ambos, en Rita Barberá y en Haider, se dio pronto la desaparición de la frontera entre el ser humano, que iba al baño todos los días, que necesitaba comer y dormir, y el personaje-herramienta-para-subyugar-a-las-masas que habían construido. Ambos agruparon en torno a ellos a una corte de “beneficiados” que se aprovechaban de su cercanía al poder para hacer negocios turbios, ambos consideraban los territorios que administraban como “sus” territorios, casi como tierra conquistada o como extensiones de su propio cuerpo (en Austria, la región de Carintia fue, durante muchos años el feudo de Haider y en España, Valencia era la “plaza fuerte” de Rita Barberá).

Los dos, Haider y Barberá, esclavos de su hambre constante de afecto, seres bastante dignos de compasión si bien se mira, como esas anoréxicas que se siguen viendo gordas aunque sean ya solo un desdichado montón de piel y huesos, terminaron construyendo para sí mismos figuras públicas que, en su desmesura, rozaban lo semidivino para proyectarse hacia lo esperpéntico (Jörg Haider como encarnación de unas supuestas esencias patrias ancestrales y Rita Barberá como una especie de profetisa de la Vírgen de los Desamparados). A Rita Barberá, el destino sabrá por qué, no se le ahorró el tramo más amargo: ese momento en que el enfermo mental se da cuenta, confusa, brutalmente, de que su delirio es mentira y de que todo lo que creía que era la vida era falso. Jörg Haider se murió a tiempo de no ver cómo el castillo de naipes que había construido para calmar su inextinguible sed de amor saltaba por los aires, como terminan saltando por los aires los timos piramidales. Quizá la vida de este tipo de personas no sea más que un contínuo robarle a pepe para pagarle a juan. Una pena.


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