Pensando, pensando, he llegado a una diferencia fundamental y no pequeña entre españoles y austriacos. Ni para bien, ni para mal.
6 de Febrero.- En mi familia, es público y notorio, somos unos cachondos mentales que nos reímos hasta de nuestra propia sombra (espero y supongo que una de las cosas que más harán mis lectores será echarse unas risas con Viena Directo). Supongo que, además, como somos de buen natural, cultivamos una suerte de “buena sombra” al reírnos de las cosas, y nunca somos crueles o ridiculizamos cosas que puedan hacer daño de verdad.
O eso creía yo, hasta que llegué a Austria.
Una experiencia por la que pasa el inmigrante en este país, más tarde o más temprano, es la de hacer un chiste completamente inofensivo, o que a él se lo parece, y que los aborígenes se echen las manos a la cabeza o se les quede la sonrisa congelada.
Por ejemplo, un día, en una reunión de amigos mixta (aborígenes de aquí y aborígenes españoles) un amigo mío empezó a hablar de sus ancestros (de los suyos propios, no de los de la concurrencia, que está feo andar mentándole la madre a la gente) y, en un momento dado, dijo:
-Algún judío debió de andar por ahí también, porque mirad qué napias me dejó jajaja…ja…ja….…ja.Ejem –. Silencio dramático. Había rozado un tema tabú (hay que explicar que, en los cuarenta, “los rubios”, lo mismo que nuestro Quevedo, otro antisemita destacado, se dedicaron a caricaturizar a los pobres hebreos a base de dibujares con una nariz aguileña que era más grande cuanto más nazi era el dibujante).
Otro de los “puntos de dolor” involuntarios, se produce cuando los españoles sacamos nuestra veta “anarca” y nos reímos de la autoridad. De cualquier autoridad. Esto lo habrá visto clarísimo cualquiera de mis lectores que tenga una pareja/un parejo austriaca/o.
Con los años, yo he llegado a la conclusión de que España es tan ingobernable porque los españoles somos básicamente incapaces de tomarnos en serio el hecho de que hay personas que puedan decidir (¡Y de qué manera!) sobre lo que sucede en nuestra vida. Vamos, de tomarles en serio a ellos. Yo creo que, por un lado, esto obedece a que, de costumbre, hemos tenido siempre unos gobernantes más malos que la carne del pescuezo. O sea, probablemente, si se hiciera un ranking de gobernantes cafres, creo que España ganaría por goleada y quizá solo podrían hacernos la competencia algunos países africanos de esos en los que el canibalismo era práctica común hasta hace poco.
Contemplar en visión retrospectiva a los reyes que hemos tenido desde la Edad Media es asistir a un desfile de los horrores difícilmente superable. Seres tozudos, bestiales (Fernando VII, una de las personas más indeseables que ha pisado este planeta), incultos, cerriles, cuando no discapacitados psíquicos, los pobres (Carlos II, engendrado, según franca confesión de su padre Felipe IV, “con las últimas zurrapas seminales” debió de ser el momento en el que tocamos fondo) en fin.
Así las cosas, al pueblo que le tocó sufrir a esta pandilla de bestias, solo le quedó defenderse, y lo hizo con un humor que a veces bordeaba el negro oscuro (Parid, bella flor de lis que, en ocasión tan extraña, si parís, parís a España, y si no parís, a París).
Y ya se sabe, si se empieza a hacer chistes y a decir que el rey está desnudo (o de cacería con una chati rubia siliconada) y las raras veces en que el rey está vestido, el pobre, pues es muy difícil deshacer la costumbre.
Luego está un cierto orgullo congénito, fruto probablemente de siglos de atraso educativo (la ignorancia es atrevida) que hace que a los españoles (en general y a diferencia de los austriacos) se nos haga muy cuesta arriba, pero muy cuesta arriba, tener la generosidad y la humildad de reconocer la excelencia ajena.
Aquí se pasan, vale, es cierto. Cualquier mastuerzo que ocupe un puesto de responsabilidad (llegar a jefe no es tan difícil, si no que se lo digan a Hitler o a Trump) tiene bastantes oportunidades de permanecer indiscutido e indiscutible hasta que llega al búnker, pero lo de los españoles es un poco el otro extremo, también hay que reconocerlo.
¿Con cuál nos quedamos? En esto, como en otras cosas, solo nos queda vivir con el corazón partío.
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