A las cinco se cierra la barra de El 33

El tema de las relaciones amorosas austro-hispanas es un maletín que no tiene fin. Hoy, una historia que pide la opinión de los lectores de Viena Directo.

16 de Febrero.- Si alguien tiene una conversación con Jerusalén Díaz, es más que probable que, más temprano que tarde, se llegue a dos temas: a) Por qué, de entre todos los posibles, sus padres eligieron el sonoro nombre de la ciudad santa para bautizarle y b) qué opinión le merecen los austriacos.

Es más que probable también que, al hablar a propósito de las dos cosas, Jerusalén exprese opiniones negativas. La idea de llamarle Jerusalén fue de su padre, ex seminarista que un día decidió colgar los hábitos. Nuestro hombre hubiera preferido llamarse de una manera mucho menos infrecuente y no consigue perdonarle a su progenitor el haberse sentido excluido de la comunidad de las personas con nombres poco rimbombantes, como Julián o Santiago. En cuanto a los austriacos…

Más o menos a la altura del cambio de siglo, Jerusalén decidió salir del armario (su padre lo consideró como una revancha de la Divinidad por el asunto de haberse salido del seminario, a su madre la noticia no le causó mayor sorpresa porque,ya desde chiquillo Jerusalén había manifestado una especial predilección por Madonna). O sea, que había habido signos.

Una década más tarde, Jerusalén tenía un flamante diploma extendido por la Real Escuela de Arte Dramático de Madrid que le acreditaba como actor y, como la mayoría de sus compañeros de promoción, un trabajo de grabador de datos por horas en la empresa Idea Telemarketing con sede social en la bella localidad matritense de Alcobendas. Una madrugada, en Chueca, famoso barrio gay de la capital de España, en un bar de luces progresivas y música geométrica, Jerusalén conoció a Gunther, gallardo vienés que por aquel entonces disfrutaba de la tolerancia española a propósito del hecho homosexual.

Como suele suceder en estos casos, tras los correspondientes rituales de cortejo, Gunther y Jerusalén o Jerusalén y Gunther, decidieron que lo suyo iba para largo y obraron en consecuencia. De este modo, el ex seminarista conoció a su yerno, un chaval no solo de inmejorable apariencia física sino también con un empleo que le hubiera garantizado una portada en una hipotética edición gay de “Sueños de Suegra”. El seminarista sin embargo, no llevó bien que su yerno fuera Mr. Perfect y tras conocerle, se marchó a rezar un rosario al objeto de que la corte celestial intercediera y llevara a su hijo lejos del vicio. La mujer del ex seminarista se reafirmó (quizá con razón) en la opinión de que su marido era más tonto que un zapato (el pobre) y concluyó que su hijo había encontrado un buen partido (“A ver si por fin sientas la cabeza y te olvidas de Calderón y de Bertold Brech”, le dijo; “se dice Brejt, mamá”; “bueno, como se diga”).

Meses más tarde, tras el correspondiente periodo de relación a distancia, Jerusalén “con las maletas cargadas de sueños” (y de Cola-cao, y de Jamón envasado al vacío, y de chorizo del pueblo que-de-eso-no-hay-allí) aterrizó en el aeropuerto de Schwechat.

Hombre de temperamento artístico, poco hecho a los sinsabores de la vida práctica, pronto se dio cuenta Jerusalén de que Austria tenía un grave defecto como país y, por extensión, los austriacos como personas: allá donde fuera todos hablaban en una lengua extraña que se resistía a ser descifrada. En un ataque de orgullo que hubiera enorgullecido a sus antepasados del siglo de oro, Jerusalén se cerró en banda y se negó a aprender alemán. Gunther en cambio sí que perfeccionó su español y siguió teniendo un trabajo estupendo pero las posibilidades laborales de Jerusalén en Austria quedaron seriamente mermadas. Los meses pasaban y, mientras Gunther seguía con su trabajo estupendo (el cual, como todos los trabajos estupendos era interesante, variado y enriquecedor) Jerusalén alternaba periodos de desempleo (alguien podría decir que autoinfligidos) con trabajos no menos estables que los de Madrid (vinculados, en su mayor parte, a la comida rápida).

Este accidentado devenir laboral terminó pasando factura a la relación de Gunther y Jerusalén, por muchos motivos. En primer lugar, porque al principio, el atractivo que ejercían sobre él las carnes morenas de Jerusalén hizo que Gunther se conformara con un estilo de vida más frugal que el que llevaban él y sus amigos (vacaciones, restaurantes, caprichos). Sin embargo, conforme cierta inevitable monotonía se fue instalando en su relación, Gunther empezó a ver su historia con Jerusalén como un peso que no sabía si quería seguir acarreando. Gunther tampoco entendía la resistencia de Jerusalén a aprender la lengua del país en el que vivía y, lo que es peor, le costaba cada vez más justificarla delante de su propia familia (“no, es que para un español es muy difícil…”); también le costaba cada vez más justificar los hábitos de Jerusalén cuando no estaba trabajando (“no, es que los españoles se levantan más tarde…”). También terminó confesándose a sí mismo que, una vez pasado “el calentón” (llamemos a las cosas por su nombre) a él le apetecía también tener una pareja con la que poder hablar de igual a igual y que charlar sobre los clientes de McDonald´s había estado bien en sus tiempos universitarios, pero que pasados los treinta y cinco se imponían temas más adultos.

Total: que una buena mañana, cuando Jerusalén estaba desayunando después de haber estado trabajando hasta las cinco de la mañana en el bar cubano “El 33” sito en el mismo número de la vienesa Stumpergasse, Gunther le anunció a Jerusalén que se le había roto el amor por él de usarlo más de la cuenta y le pidió por favor que, en fecha viable, recogiera sus cosas y se marchara con la música a otra parte.

Jerusalén, desde ese momento, no hace más que echar pestes de todos los austriacos, según él unos egoístas sin corazón y le cuenta sus penas a todo aquel que quiera escucharlas. Ahora no sabe si quiere volver a España ¿Qué habría que aconsejarle?

(Nota del Autor: salvo en la intención, todo lo anterior es completamente ficticio. Ni existe Gunther, ni existe Jerusalén, ni existe el 33; sin embargo he compuesto esta historia para ilustrar un tipo de emigrante al que, seguro, más de uno de mis lectores conoce).


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Una respuesta a «A las cinco se cierra la barra de El 33»

  1. Avatar de paonatty
    paonatty

    Hola! Pues definitivamente no se puede vivir en un país extranjero sin siquiera saber el idioma, es parte de la integración y además cómo se piensa uno integrar, trabajar, comunicar etc etc etc..sin saber lo más fundamental que es el idioma.
    El saber el idioma del país al que emigramos nos da un PLUS.
    Mi idioma materno es español y el de mi pareja es alemán (él obviamente austriaco) En Austria no tengo problemas para comunicarme con su familia o amigos, a los cuales los estimo bastante, me respetan mucho por saber su idioma y siempre he escuchado los comentarios sobre cuántos extranjeros llevan tantos años viviendo en Austria y no hablan tan bien como yo ( yo sólo voy de vacaciones…) en fin. Cuando ellos me lo dicen me da mucho orgullo, pero no me puedo imaginar que existan personas que quieran vivir en un país extranjero y no querer aprender el idioma, pero es la realidad.
    Saludos!

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