Cercanías a Leopoldau

A veces se producen encuentros misteriosos. Vemos a gente con la que nunca más volveremos a hablar y de alguna forma no quisiéramos que el tren llegase a su destino.

5 de Marzo.- Para los reportajes de bodas y bautizos (comuniones le salen pocas), Paco Bernal tiene un terno marrón de corte un poco anticuado. No lo ha cambiado porque le parece que, como en las entrevistas de trabajo, en estas ocasiones conviene mostrar un aspecto formal (aunque uno solo sea el fotógrafo). Un aspecto formal también conlleva la ventaja de que casi nadie se fija en uno. Y si los invitados no se fijan en el fotógrafo tienden a actuar espontáneamente y las fotografías quedan mejor.

Hoy, Paco Bernal tiene un bautizo, en Leopoldau, una zona de Viena suburbial.

Se ha levantado muy temprano, casi exageradamente temprano, porque le gusta llegar a los sitios con tiempo, para examinar sobre el terreno las (normalmente asquerosas) condiciones de luz de la iglesia: su teatro de operaciones.

Por alguna razón, también se ha levantado con el alma turbia. Le abruma una cierta preocupación de origen desconocido.

Para ir a Leopoldau, ha decidido coger el tren de cercanías en Matzleindorferplatz. Lleva un libro (de Azorín) para entretenerse.

El tren de cercanías que le lleva a Leopoldau es antiguo,

Paco Bernal calcula que tendrá cerca de treinta años. El vagón huele bien. Bueno, huele a vagón, a resudor, a tejido sintético viejo, pero también huele como el primer coche que tuvo el padre de Paco Bernal, un Seat 850. El fotógrafo se sienta cerca de la puerta que une dos vagones y en la bancada opuesta, se sienta una mujer.

El fotógrafo, para intentar olvidar el resquemor que le aqueja, se interna en el libro; entre párrafo y párrafo, entre estación y estación, escucha cómo la señora saca una manzana del bolso y se pone a comérsela con parsimonia (ris ras). Si Paco Bernal hubiera sido austriaco, probablemente el ruido le hubiera molestado. Como es español, pues no.

Al llegar a Praterstern, unos veinte minutos más tarde, Paco Bernal suspira y cierra el libro. Mira a la señora, sin verla (aunque reparando, como se comprobará, en sus características físicas). Tendrá unos cincuenta años. Lleva una falda de fieltro gris y unos leotardos del mismo color. El pelo, de un rubio pálido, suelto y cortado en una media melena. Tiene la piel blanca y unos ojos muy bonitos, de un gris algo verdoso. De pronto, la señora dice:

-¿Va usted hasta Industriestrasse?

-Perdone ¿Cómo dice?

-Que si va usted a Industriestrasse, al museo del ferrocarril.

El fotógrafo sonríe cortesmente.

-No ¿Por qué?

-Porque le veo con todos los aparatos…-la vida del fotógrafo, a este respecto, es arrastrada.

-No, no. Voy a Leopoldau. A un bautizo.

-Ah ¿Es usted creyente?

Paco Bernal se queda un poco sorprendido. Le parece una pregunta un poco demasiado personal para hacérsela a alguien al que uno acaba de conocer, pero está claro que la señora espera una respuesta. Le mira, dulcemente se diría, con el corazón de la manzana en la mano. El fotógrafo tira por la calle de enmedio.

-Soy el fotógrafo -dice, mientras se echa a reir.

-Yo sí. Yo sí que soy creyente -pausa- porque si uno se para a pensarlo…Hay niños que se mueren con seis años, y chicos que se matan con la moto a los dieciocho, y luego…Luego está la gente como Johannes Heesters, que murió con ciento ocho. Fíjese, qué diferencia. Sería terrible que esas personas que mueren tan jóvenes se acabasen ahí, se disolviesen…Y ya está. Por eso yo creo en la otra vida. Yo creo que hay vida después de la muerte.

El fotógrafo la verdad, no sabe qué decir, porque la señora emana un magnetismo muy especial. No está loca, no es una fanática. El fotógrafo, con su barba ya cana y su traje de color marrón, solo puede pensar que la mujer es exquisita, muy elegante, muy bella a su manera. Por eso no dice nada y opta por dejarla hablar.

-Y la iglesia a la que usted va -continúa la mujer- ¿Es católica o evangélica?

-Católica, supongo.

-Porque en Leopoldau hay dos: una católica y otra evangélica.

-No, no. Católica. Seguro.

-Yo nací en una familia evangélica ¿Sabe? Pero luego mis padres me llevaron a un colegio de monjas -una Klosterschule– y ahí me bauticé como católica. Mi bautismo tiene una historia muy curiosa. Verá usted: mis madre era creyente, pero mi padre no. Pero un día, por esas cosas de la vida, mi padre fue a la iglesia y allí se conocieron. Y se casaron, y nací yo. Cuando yo era pequeña, había una mujer, amiga de ellos, que era evangélica. Como mi padre no era creyente, no me quería bautizar. Pero entonces mis padres cayeron enfermos los dos, en cama. Una enfermedad tremenda y claro…Claro, la señora dijo: a esta niña hay que bautizarla. Y me llevó ella sola, personalmente, a la iglesia. Y allí me bautizó. Ella y yo. Solas las dos ¿Se imagina?

El fotógrafo se imagina, efectivamente, la imagen, y le parece una historia bonita. Algo pasada de moda, pero hermosa.

-Yo estoy en contra de que se bautice a los bebés -dice la mujer de manera un poco contradictoria- porque antiguamente se bautizaba a los adultos, y eso me parece lógico, porque así puede uno decidir qué quiere y que no ¿No le parece a usted?

-Claro, claro.

-Pues a mí, ya le digo: me bautizó esta señora y luego, a los doce años, cuando yo estaba en el colegio de monjas, yo pedí que me bautizaran. Porque con doce años…

-Claro, ya sabía usted lo que hacía.

-!Exacto! Ya sabía lo que hacía -dice la mujer.

Las estaciones van desfilando por la ventanilla de los vagones del tren y la mujer sigue desgranando su historia con una gracia singular. Por alguna razón, una paz extraña empieza a calar también en el alma del fotógrafo.

-Yo creo en la otra vida -dice- no mucha gente cree. Los que van a la iglesia tampoco. „Nadie ha vuelto de ahí arriba para decirlo“ dice la gente ¿No? Y yo les digo !Pero qué dices, si estás rezando por eso! Y ellos me dicen que claro, que llevan rezando toda la vida, desde niños y ahora no van a parar. Dicen también que los milagros no existen. La gente dice que los milagros pasaban solamente en la época de los apóstoles y eso. Pero también ahora pasan. Mire usted ¿No hay personas que tienen cáncer y que se curan y nadie sabe por qué? Dios, sí que sabe por qué. En cambio hay otras que no. Mi madre, por ejemplo, que estaba enferma de cáncer, no se curó. Y puede usted creer que rezamos !Vaya si rezamos! Rezamos muchísimo. Pero no hubo forma de que se curase. Se ve que Dios no quiso -se encoge de hombros- No se sabe nunca qué planes tiene Dios para nosotros.

-Todo pasa por algo, tiene usted razón.

-Sí…-la mujer, sin embargo, no da muestras de melancolía porque Dios decidiera arrebatarle a su madre y el fotógrafo se queda con muchísimas ganas de preguntarle más. Leopoldau se va a cercando y, como si estuviera leyendo un buen libro, el fotógrafo solo desea que la mujer le cuente más y más cosas, utilizando esa manera suya de hablar, tan cristalina, tan seductora, tan delicada.

-Mis abuelos sí que eran creyentes -dice ella- Les pasó una cosa extraordinaria. Se convirtieron los dos a la vez, por el mismo misionero alemán que vino a predicar. Supieron años después que habían estado en el mismo grupo de catequesis, pero en aquel momento !Qué lejos estaban ellos de saber que serían mis abuelos! ¿No es hermoso?

El fotógrafo no puede evitar sonreir, porque la proximidad de la mujer, por alguna razón, le calienta el alma y se la llena de una luz brillante como cuando, estando uno con los ojos cerrados, abre alguien una ventana y entra la luz del sol en una habitación.

-Antes bautizaban a la gente en el Danubio -nombra un lugar- en invierno, abrían un agujero en el hielo y metían a la gente de cabeza en el agua. Mi bisabuelo ¿Sabe usted? No quería que mi abuelo se bautizara. Que no, que no. Ahí tú no te metes. Vas a coger una pulmonía y te vas a morir. Pero mi abuelo se fugó y se bautizó ¿Y querrá usted creer que nadie, nadie en el grupo cogió un mal catarro?

A estas alturas el fotógrafo no puede dejar de sonreir, como si el abuelo de la señora fuera un ancestro común.

En ese momento, la megafonía anuncia la llegada a la estación de Leopoldau. El fotógrafo, confortado, recoge sus cosas (libro de Azorín incluido). Se siente en la obligación de darle las gracias a la mujer.

-Que pase usted un buen domigo. Ha sido una charla muy agradable.

-Igualmente, señor. Que haga usted unas fotos muy bonitas.

Con pena, el fotógrafo pisa el andén. Poco después, el tren, llevando a la misteriosa señora, se aleja.


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