Melk: la perla del Danubio (1)

El verano, época de excursiones. Hoy, nos vamos de paseo por la historia de uno de los sitios más bonitos de Austria.

18 de Junio.- Aunque uno lleve viviendo aquí años, no para de aprender cosas nuevas sobre Austria. El otro día, por ejemplo, en una conversación con amigos españoles y austriacos, recordaba yo que uno de los momentos estelares de mi vida (hasta ahora, quizá cuando gane el Nobel de Literatura cambie de opinión) fue aprender a leer. En mi época, no sé ahora, todos los españoles empezábamos del mismo modo.“Ma, me, mi, mo, mu“ y luego, como si se quisiera ligar la lectura al apego instintivo que todos los mamíferos tenemos por nuestra madre, la primera frase „mi mamá me mima“. Los españoles les preguntamos a los austriacos presentes por el equivalente alemán de esta primera frase española, y no nos lo supieron decir, porque parece ser que no existe. Gran desilusión.

Durante toda mi vida, creo que, dejando aparte las cosas necesarias para el mantenimiento del cuerpo, lo que más he hecho ha sido leer y creo que ha sido y sigue siendo mi fuente de placer más duradera (por detrás, aunque solo un poquito va la escritura).

Asociado a este amor que está a punto de cumplir las cuatro décadas (aprendí a leer en el verano de 1980 si no me falla la memoria), hay hitos afectivos, como por ejemplo, el recuerdo de la sala infantil de la Biblioteca de la Plaza de la Iglesia en donde tomé prestados mis primeros libros (tenía el número de carnet 329, lo cual da muestras de que, en un pueblo que ya entonces tendría más de veintemil habitantes, yo debía de ser un bicho todavía más raro de lo que yo pensaba entonces) y, naturalmente, determinados ejemplares, como la colección de los cinco, de Enyd Blyton (tan machista y tan retrógrada, solo que entonces no nos dábamos cuenta) o los tebeos de Asterix y, por supuesto, aquel El Nombre de la Rosa de la editorial Lumen que fue el primer libro que me compré con mi dinero (recuerdo que me costó mil quinientas pesetazas y que lo forré con forro adhesivo para que, la que entonces era mi posesión más cara, se conservara nuevecita).

Hacía muchos años que no releía El Nombre de la Rosa y estos días atrás lo he vuelto a empezar, para ver si me devolvía (quizá) algo del aroma desvaído de aquellos tiempos. Naturalmente, el protagonista de la novela de Umberto Eco es Adso de Melk, el joven monje benedictino y Melk está en Austria y es uno de esos lugares hermosos de este país de los que (aún) no he hablado en este blog. Así que quizá sea bueno dedicarle una serie de artículos a esta abadía doblemente famosa, por ser uno de los sitios más espectaculares de Austria y porque Umberto Eco decidió incluir su nombre en el de su personaje más famoso (y no por casualidad, como veremos, porque decir Melk es decir manuscritos medievales y El Nombre de la Rosa trata, en mucha medida, de manuscritos medievales).

Melk pueblo y Melk abadía se sitúan al principio de la Wachau, uno de los lugares más hermosos del planeta, sin ninguna duda. La abadía se yergue sobre un risco que forma una terraza sobre el Danubio (en Sissi emperatriz, cuando Romy Schneider va en barco hacia Viena pasa por delante de la abadía, por cierto).

El risco en cuestión, por su posicion estratégica lleva ocupado desde tiempo de los romanos pero a principios del siglo XI, lo que entonces era una fortaleza, se estableció como un centro de poder de los Babemberg, la primera dinastía real de Austria. Era, de hecho, uno de sus lugares favoritos para ser enterrados y lo fue más desde que el 13 de octubre de 1014, según la superstición medieval, el risco de Melk quedó electrizado por la energía santa de un muerto especial, San Colomán, un personaje medio real medio novelesco al que la tradición le atribuye sangre real también y que habría venido desde su Irlanda natal hasta Austria de camino a tierra santa y aquí, en Austria, le habrían dado matarile al pobre.

Aunque ya un poquito antes, en la última década del siglo X, en Melk había un grupo de monjes que formaban una especie de congregación patrocinada por el emperador. Sin embargo, no es hasta más tarde, en 1089 cuando, en una época de fronteras borrosas y constantes peleas entre papas y emperadores, cuando Leopoldo II (otro Babemberg) acogió a un obispo de Passau llamado Altmann y le ofreció el castillo de Melk para que fundara en él una abadía. Se pobló con monjes benedictinos procedentes de Lambach (hoy en la Alta Austria) y el primer abad se llamó Sigibold(o).


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