Pacoaventuras

Viena es mágica: es poner el pie en la calle y que a uno empiecen a pasarle cosas entretenidas. Para muestra, la tarde de ayer.

2 de Septiembre.- Yo tengo una amiga que dice que a mí, en realidad, me pasan las mismas cosas que a todo el mundo, pero que yo tengo una técnica para contarlas (perfeccionada con los años) que hace que las cosas que me pasan parezcan del otro mundo. Yo creo que más que eso lo que pasa es que a mí todas las cosas que me pasan las encuentro interesantísimas y que, por eso, disfruto mucho contándolas.

Ayer por ejemplo, fue una de esas tardes en las que no me dejaron de pasar cosas de esas que, como decía la Cándida, se las cuentas a un mudo y le crecen las piernas. Pequeñas, cosas sin importancia, pero cosas de esas que no le pasan a todo el mundo.

Vamos a ver si las cuento todas.

La historia de ayer tarde empezó a principios de la semana.

Resulta que estaba yo trabajando tan tranquilamente en la oficina cuando me vibró el telefonino.

Era un correo electrónico de una productora de cine española (!Sapristi!).

En él, me explicaba un ayudante de producción que un director español, cuyo nombre mantendremos en el economato (no: no es Almodóvar) necesitaba para la película que está rodando una foto de una determinada tumba del cementerio central de Viena, conocido por estas tierras como Zeltralfriedhof, que si yo, al ser fotógrafo, le podría hacer la foto a dicha tumba. Y yo que claro que sí, guapi, que me mandara las especificaciones técnicas de lo que quería y el presupuesto.

Quedamos de acuerdo en ambas cosas y yo quedé en hacer la foto el viernes por la tarde, que es el día de la semana en el que termino antes de mi trabajo normal (o sea, el que no es la fotografía).

Angeles y tumbas

Con lo que yo no había contado (esta es otra información importante) era con el tiempo. Y es que el verano en Centroeuropa, señora, es una costumbre que en algún momento se pierde. Y ayer se perdió. Vaya por Dios.

Justo cuando yo me había propuesto ir al Zentralfriedhof, empezó a llover a cántaros. Hice tiempo en la oficina, terminando esto y aquello, hasta que escampó un poco y me puse en camino.

Para llegar, utilicé la estupenda aplicación de las líneas de transporte vienesas, que te resuelve en un periquete el tema de los transbordos. Siguiendo las instrucciones del cerebro electrónico que calculó mi ruta llegué a la estación de Praterstern. Me quedaba un cuarto de hora para que pasase el cercanías que lleva al cementerio. En estas que pensé „Paco, de esta zona de Viena no tienes fotos“ y me puse a fotografiar.

Di que estaba haciéndolo cuandoque se me acercó un muchacho que obviamente no era austriaco. El chico, que venía claramente de hacer deporte, me preguntó que si le podía hacer una foto y yo que claro que sí, que no me costaba. Pegamos la hebra (Paco ¿Tú pegas la hebra con cualquiera que te pida una foto? Pues hombre, si quedan quince minutos para que pase un tren, por qué no).

El chaval, diecinueve años, con un poco de fantasía hubiera podido ser mi hijo, resultó ser un afgano que lleva en Austria cosa de dos años y medio (o sea, hagan cuenta mis lectores: cuando esa criatura llegó a Austria tenía dieciséis). El chico me explicó que vivía en cerca de Schwechat, en un campamento hecho de contenedores, y que él lo que quería era trabajar y aprender alemán, pero que como no le daban el estatus de asilado pues que lo de trabajar no podía y lo de aprender alemán lo hacía un poco en plan guerrilla, porque por lo que me dijo las clases que les dan a los candidatos a refugiado no tienen ni chicha ni limoná (señores ¿Y luego queremos que se integren?). Hablamos de fútbol (ya ves, qué tema, yo que no sé ni darle una patada a un bote) y yo le encarecí que aprendiese todo el alemán que pudiera. Si me hubiera atrevido también le hubiera encarecido que se destiñese el pelo, que lo llevaba amarillo pollo (pero solo una parte, en plan cresta mohicana). Vale que la guerra te destroce la vida y que hayas tenido que atravesar varios países hasta ponerte a salvo (su familia, por cierto, sigue en Afganistán, y no sabe bien si están vivos o los barbas, los cabrones de ellos, los han matado) pero hombre, el pelo amarillo pollo…Eso es harina de otro costal. El chaval sueña con jugar al fúrgol en España (ya digo, en audacia estética no le hace sombra a los habitantes del planeta liga, que establecen cada día un nuevo récord) y me contaba que se quería tatuar su nombre en el cuello. Yo no dije nada (quizá, en bien de su porvenir profesional, hubiera debido).

Después de cambiarnos las direcciones de correos electrónicos para poderle mandar la foto y como el tren llegaba al Zentralfriedhof, nos despedimos con un apretón de manos. Yo aterricé en un paraje más bien inhóspito, porque el apeadero del Zentralfriedhof es uno de esos escenarios, como de peli de Ulrich Seidl, en donde no quieres que te pille la noche. Amenazaba lluvia, pero aún así, valiente, me metí en esa inmensa ciudad de los muertos que es el cementerio central. Había ya mirado en internet la tumba que era el objeto de mi visita y, como conozco el sitio, me guié un poco a ojo de buen cubero. Aún así, calculé que estaba la tumba a un kilómetro de donde yo me encontraba. Empezó a chispear. Apreté el paso. Noté cómo los cuervos, negros e inteligentes novios de la muerte, se refugiaban en donde podían. Yo, empezaba a calarme.

Llegué por fin a la iglesia de Karl Lueger y como, verbigracia, me estaba meando, busqué los servicios, que están en los sótanos de la iglesia. Cuando entré, pensaba yo que, a poca distancia, no solo estaba la muerte haciendo su trabajo, sino que yo estaba más solo que la una y que, si en aquellos servicios había alguien escondido con intenciones aviesas (por ejemplo, la de robarme la cámara y los valiosos objetivos que, como el pendiente de Lola Flores „mi trabajito me han costado“ nadie iba a oir mis llamadas de auxilio).

No pasó nada, por cierto. Me armé de valor y, bajo la lluvia, me puse a buscar la tumba. Y el difunto en cuestión que no aparecía. Y yo venga a darle vueltas a la parcela 14C. Llegué a dudar de que lo fuera a encontrar. Una señora japonesa, con pinta como de haberse escapado de otra dimensión, como en una novela de Murakami, me miraba con esos ojos fríos y vacíos que tienen los japoneses cuando nos miran como si fuéramos extraterrestres. Por fin di con el muerto. Hice las fotos y salí corriendo, porque la tarde no había terminado para mí todavía (le quedaba un buen rato).

Aún con las aventuras del pobre afgano en la cabeza, anduve a buen paso la avenida central del Cementerio Central, pasando al lado de los lujosos panteones que se erigieron en el siglo XIX. Llovía a cántaros y yo iba ya bastante calado y dándole vueltas a la cabeza, porque me encontraba ante un enigma peliagudo.

Había quedado con un hombre húngaro, de nombre Gábor, para hacerle una sesión de fotos. Como el chaval se machaca en el gimnasio, naturalmente quería que le hiciera fotos sin camiseta y tal, y mi pregunta era ¿Dónde podía yo hacerle las fotos en donde hubiera, primero un mínimo de luz y segundo en donde no termináramos los dos como una sopa?

Como siempre que acometo estos encargos, andaba yo con cierta prevención. Me bastaron cinco minutos de conversación para darme cuenta de que Gábor es un tío más majo que las pesetas y que, a sus treinta y tres, ha recorrido ya mucho mundo. Ha probado las condiciones de trabajo, bastante duras en su oficio (es ferrallista) en Francia, en Inglaterra y ahora en Austria, a donde le ha traido una novia. Gábor y yo nos entendimos fenomenal y creo que, de esta primera sesión, salieron algunas fotos chulas. De momento, dejo aquí una, para darle fin a este relato.

GAbor -1bp


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